CAPITULO XVI DE VISITA AL
PUEBLO TAYRONA.
Una semana después del ataque
pirata, los indios que regularmente salían del monte a trabajar en la hacienda
de los Calderón, llamaron a Hortencio y hablaron con el un buen rato.
José Antonio que siempre
estaba pendiente de que a los indios les diera comida, y los trataran bien, en
agradecimiento por haberlo ayudado en la batalla con los piratas, vio que había
una reunión inusual en uno de los potreros. José Antonio veía cómo Hortencio
hablaba con otros indios, y se preocupó por el largo tiempo que llevaba la
reunión.
Al terminar Hortencio se
dirigió a José Antonio. Los indios le habían dicho a Hortencio que querían que
él y su tío el Gobernador los visitaran en su tribu. José Antonio le dijo a
Hortencio, que por él no había ningún problema, pero que tenía que hablar con
José Joaquín, para que sacara un tiempo y lo acompañara.
Los indios dijeron que ellos
esperaban al Gobernador, pero que querían que ambos fueran a su tribu para
reunirse con su jefe. Uno de los indios que se quedó vio a Priscila, y le dijo
en su lengua a Hortencio, que la señora iba a necesitar del gran Martelo, para
recibir a su hijo, solo él podría traer a su hijo a este mundo. Hortencio dudó
en decirle a José Antonio el mensaje del indio, porque no quería preocuparlo.
José Antonio fue a la casa de su tío en Santa Marta, y lo convenció para que lo
acompañase a visitar a los indios, en agradecimiento por haberlo ayudado en la
batalla contra los piratas.
Esa noche Priscila tuvo
pesadillas que iba a perder a su niño. José Antonio la abrazó en la cama, y la
tranquilizó. José Antonio comentó en el comedor durante el desayuno el tema de
los sueños de Priscila, y Hortencio escuchó. Hortencio decidió contarle a José
Antonio lo que le había dicho el indio. José Antonio preguntó, y quién es el
gran Martelo. Es un hombre sabio que lleva paz los enfermos, contestó
Hortencio. ¿Y dónde está el gran Martelo? Preguntó José Antonio. Está en la
ciudad sagrada de mis ancestros.
José Antonio: Hortencio… Ya
me estas asustando… igualmente, en una hora ya viene mi tío y vamos a visitar al
jefe de tu tribu.
Hortencio: El no es el jefe
de mi tribu… ellos son parientes, pero no son mi tribu.
José Antonio: Hortencio… ¿y
cuál es tu tribu?
Hortencio: Yo no me llamo
Hortencio… ese fue el nombre que me dieron cuando me esclavizaron. Mi nombre es
Pulgan, y soy uno de los últimos Tayrona reales que quedamos.
José Antonio: ¿Tayronas?
Hortencio: Los Tayronas
éramos la tribu más avanzada y los que dominábamos toda la montaña, el valle y
el mar. Nuestras ciudades tenían caminos de piedra, cultivábamos maíz en
terrazas de piedra por todas las montañas y valles. Nuestras ciudades se
extendían desde el mar, hasta la montaña. Las ciudades de tierras bajas
pescaban y viajaban en canoas a otras partes del nuevo mundo al norte, donde
conocimos a los mayas que nos enseñaron a construir en piedra. Las ciudades de
tierra alta cultivaban y comerciaban con tribus del sur, donde conocimos a los
muiscas. Vivíamos en paz, teníamos varias tribus vecinas pero solo peleábamos
con los caribes orejudos que vivían en la orilla del gran río y a veces con los
chimilas. Pero teníamos buenas relaciones con los Zenues al oriente en lo que
es Cartagena, y con los muiscas al sur donde está Santa Fe. Nuestras ciudades
eran las más avanzadas, manejábamos el oro y las piedras. El oro fue nuestra
perdición. De pronto, llegaron soldados españoles, al principio solo nos pedían
oro a cambio de otras cosas. Luego cuando no tuvimos suficiente oro, nos
atacaron, nos torturaron, y se llevaban a nuestras mujeres e hijas a la fuerza.
Tenían lanzas, espadas, pistolas, y perros de caza. No queríamos luchar, pero
los soldados españoles nos cazaban con sus perros como animales. Reunimos un
gran ejército y luchamos, vencimos a los soldados españoles. Luego regresaron y
quemaron las ciudades de tierra baja. Nos aliamos con los chimilas, y los
volvimos a vencer. Luego volvieron los soldados españoles, y volvieron a quemar
más ciudades. Nosotros no somos guerreros de tiempo completo, somos
cultivadores, pescadores y comerciantes, solo peleamos cuando nos reuníamos y
acordábamos hacer la guerra. Los soldados españoles siempre están en guerra,
nunca descansan de luchar, cuando el guerrero indio estaba con su familia,
cuando estaba cultivando, cuando estaba pescando, llegaban los soldados
españoles y lo mataban. Así nos vencieron, los indios guerreros morían cuando
volvían a ser pacíficos, y solo ganábamos cuando acordábamos todos ir a la
guerra. Nos mataban en tiempos en que no estábamos en guerra y estábamos con
nuestras familias. Quemaron las ciudades y nuestros cultivos. Nos tomaron como
esclavos, y morimos cansados de trabajar. De mi tribu solo quedan unos pocos. Nos atacaron porque los españoles dijeron que éramos
una tribu belicosa, y luego los acabaron porque inventaron que comíamos carne
humana y que hacíamos ritos diabólicos. Antes de conocerte, fui esclavo y casi
muero en muchas ocasiones. Yo era un jefe guerrero, y no pude proteger a mi
gente. Hice la guerra muchas veces, hasta que mi campamento donde estaba con
varios guerreros fue atacado por soldados españoles, que mataron a más de 40 de
nosotros, y los que quedamos vivos, nos hicieron esclavos, de ellos solo yo
sobreviví.
José Antonio: Hortencio… de
verdad yo no sabía todo esto… nosotros tratamos de ser buenas personas y a
ustedes los tratamos lo mejor que podemos.
Hortencio: Cuando el pirata
Goodson atacó Santa Marta, mató a mi amo, y me fui al monte con ellos,
sobreviví un rato, pero luego de tantos años como esclavo, es difícil ser
libre. Cuando lo conocía a usted y su familia y me trataron bien, me quedé con
ustedes. Hoy son mi tribu, y estoy aquí para protegerlos, algo que no hice con
los míos.
La historia de Hortencio
conmovió a José Antonio y cuando llegó José Joaquín, se preparó para ir a la
tribu de los indios. José Joaquín llegó con 10 soldados, pero los indios, le
dijeron que solo podían ir Hortencio, José Antonio y José Joaquín. A José
Joaquín no es que le haya gustado mucho la idea, pero José Antonio lo convenció,
le dijo, le debemos la vida de toda nuestra familia vamos.
Así las cosas, comenzaron el
viaje, no podían llevar caballos, porque iban a subir la montaña. Hortencio les
servía de intérprete. Y así comenzó el viaje, eran 10 indios, José Joaquín y
José Antonio, y Hortencio claro esta.
Se adentraron en el monte, y
pronto comenzaron a subir una montaña. José Joaquín comenzó a cansarse y a
quejarse.
José Joaquín: Madre mía, que
si yo hubiese sabido que iba a hacer tanto ejercicio no vengo… me ahogo…
necesito agua.
Pronto se acabaron los
caminos de selva y comenzó a aparecer caminos de piedras y escaleras de piedras
en medio de la jungla. Bajaban pequeños chorros de aguas entre los caminos.
Hortencio le dijo… estás son ruinas de las antiguas ciudades Tayronas, estos
riachuelos fueron creados por mi tribu, para que la gente que viajara por estos
cominos tomara agua.
José Joaquín: Ah bárbaro… qué
civilización… en Santa Marta aún traemos el agua del río Manzanares en vasijas.
Siguieron subiendo las escaleras
de piedra, y siempre encontraban tinas con agua, donde la gente bebía.
José Joaquín: Madre mía que
hemos podido traer un caballo, que esto es agotador, además con estos caminos
de piedra los caballos ha podido galopar…
José Antonio: tío los caballos
no pueden subir las escaleras con nosotros encima, y cualquier susto nos iban a
tirar de las monturas y nos matamos, porque estaríamos cayendo sobre las
piedras.
José Joaquín: Tienes toda la
razón, que dolor una caída de un caballo y que solo te espere una piedra… ¡Qué
barbaridad¡ Hortencio… todavía falta mucho.
Hortencio: Hoy no vamos a
llegar, estaremos llegando mañana seguramente.
José Joaquín: Ah qué
esperanza… llegamos mañana, y yo que pensé que esta noche estaba cenando en mi
casa… José Antonio, la próxima vez me avisas… porque me están esperando en mi
casa.
José Antonio: Pues yo tampoco
tenía ni idea de esto.
De pronto llegan a un primer
pueblo, donde están una cantidad de niños que los reciben corriendo, ven
mujeres, y hombres todos vestidos de ropas blancas. Ya no hace tanto calor como
en Santa Marta, el clima es mucho más fresco, y los indios están con ropa más
abrigada. El pueblo se encuentra encima de terrazas de roca, lo conforman unas
20 chozas, donde posiblemente viven unos 100 adultos y 50 niños. Los hombres
lucen corpulentos y las mujeres agraciadas. Se ve alrededor terrazas de piedra
con cultivos de maíz y de plátano. Hay pájaros, gallinas y cerdos silvestres
pequeños de los que se llaman guartinajas.
El viaje continuo, una hora
más y encuentran otro pueblo casi que igualito, con las mismas características.
La gente mira a los españoles con extrañeza. Los niños miran con curiosidad y
los adultos con temor. Las mujeres evitan mirar a los ojos, y los hombres
cruzan la mirada como si quisieran comerse a los viajeros.
Llegaron a un tercer pLlegaron a un tercer pueblo y
ahí descansaron, comieron, y decidieron quedarse a dormir la noche.
José Joaquín: Yo que pensaba
que era el Gobernador de Santa Marta, y que iba a reconstruir una ciudad.
Resulta que toda esta gente está bajo mi jurisdicción y sus ciudades son más
grandes que la mía. Uno dice que los indios vienen del monte, y resulta que
tienen caminos, pueblos y fuentes de agua.
Hortencio: Y eso que estas
tribus viven en las ruinas de las ciudades que hicieron los Tayronas. Ellos son
Aruhacos… primos nuestros… pero que no construyeron ciudades como las nuestras.
Cuando nosotros los Tayronas perdimos la guerra con los españoles, los Aruhacos
tomaron nuestras tierras, nuestros caminos y parte de nuestras costumbres. Nos
reemplazaron… tomaron nuestro lugar.
José Antonio, José Joaquín y
Hortencio con los otros 10 indios, comieron guartinaja, con una especie de
arepa de maíz y plátano maduro. Bebieron una especie de chicha y se acostaron a
dormir.
Al día siguiente:
José Joaquín: Ahora sí se
porque estos indios que aparecen del monte solo trabajan dos o tres horas al
día… porque el resto del día se la pasan subiendo estas escaleras… y la gente
en Santa Marta les dice flojos.
José Antonio: Sí, tienes
razón, en todos estos pueblos que hemos pasado, he podido reconocer a varios
indios que han trabajado conmigo y en Santa Marta con otras personas, incluso
varios me han saludado. Pero el tema es por qué nos piden comida, y nos piden
carne, si aquí en sus pueblos tienen de todo. Además no tienen que trabajar, si
aquí también tienen mucho que hacer.
Hortencio: Los Aruhacos son
muy conservadores, no les gusta cambiar las cosas, no construyen ciudades de
piedra, sino que conservan las que construyeron los Tayronas. Son curiosos y
quieren aprender cosas nuevas, y por eso van a Santa Marta, a aprender, a
probar sabores nuevos, y lo que sí les gusta es el comercio, les gusta
intercambiar cosas, por eso es que son felices llevando maíz, plátano y
vegetales a cambio de pescado o carne de vaca. Lo que ocurre es que los
españoles los ven como salvajes y los maltratan, y en vez de hacer buenos
tratos, intentan robarles lo que ellos traen.
José Joaquín: De verdad qué
pena con esta gente… nos hemos comportado como unos verdaderos bárbaros.
Continuaron el viaje y
pasaron cuatro pueblos más, hasta que bien entrada la tarde, llegaron a su
destino. La ciudad del jefe de los Aruhacos. El jefe quería ver al nuevo
gobernante de los blancos en Santa Marta. Quería pedirle el gran favor de que
evitara que los españoles subieran a las ciudades de los indios, que mantuviera
en secreto la existencia de estas ciudades, y que a cambio, los indios
seguirían ayudándolos a reconstruir sus ciudades, a conseguir maíz y defenderse
de los enemigos.
José Joaquín: Nosotros que
pensamos erradamente que cuidamos de ustedes, y resulta que ustedes son los que
cuidan de nosotros. No tengo nada que decir, confié en que no dejaré que ningún
súbdito español traté de molestarlos aquí en sus tierras, en virtud de todo el
apoyo que nos ha brindado su pueblo.
En esos momentos llegaron
unos indios diferentes con vestidos diferentes que vieron a Hortencio y
gritaron emocionados a saludarlos. Hortencio explicó que eran unos de los pocos
Tayronas que quedaban y que lo reconocieron. Hortencio explicó que quedan muy
pocos como él, y que por ser tan pocos, han estado cruzándose con los Aruhacos,
lo que hace que tarde o temprano van a desaparecer. De pronto, una mujer salió
de una choza, y Hortencio quedó petrificado. Era una antigua amiga de su tribu,
de la cual Hortencio estuvo enamorado y la pensaba muerta. Se sentaron a hablar
apartados de la reunión.
Por otra parte, otro indio se
le acercó a José Antonio, era el Gran Martelo.
Martelo: Tú necesitas mi
ayuda.
José Antonio: Ah hablas mi
idioma.
Martelo: soy el gran Martelo…
y tengo que ayudarte.
José Antonio: ¿Pero cómo
sabes?
Martelo: Tengo algo para ti.
Dale estas semillas a tu esposa, en una tasa de agua caliente, por tres días y
tu hijo nacerá sano y salvo.
José Antonio: Pero … ¿cómo
sabes?
Martelo: solo tienes que
creer un poco… que todo saldrá bien… solo tienes que darle esas semillas.
José Joaquín: Vamos José
Antonio… no discutas con el señor… que se ve que sabe algo que tu y yo no
sabemos.
Esa noche volvieron a comer,
y durmieron en una choza con otros indios. Y al día siguiente iniciaron el
viaje de retorno.
Cuando iban a partir, se
acercó Hortencio y le dijo a José Antonio, ya no puedo bajar con ustedes, tengo
cosas que hacer en mi pueblo, yo soy el único hombre mayor que queda de mi
tribu, porque los demás ya han muerto, y debo quedarme a cuidar de los míos,
espero que me entiendan, que debo quedarme.
José Joaquín: Pero por Dios
Hortencio, si tu te tienes que quedar para proteger a tu pueblo, yo que te
puedo decir… que yo me tengo que ir para proteger el mío. Que nada más es que
yo me ausente unos días, y aparece un ataque pirata.
José Antonio: Hortencio, no
te preocupes, ya nos has protegido a todos a mi familia y a mí ayudándonos,
ahora tienes que velar por los tuyos.
Los españoles se despidieron
de Hortencio, y les recomendó a cuatro de los 9 indios que habían subido con
ellos, que guiaran a José Antonio y a José Joaquín en su camino de regreso.
José Joaquín y José Antonio
bajaron de la montaña, y regresaron a Santa Marta. En esos días Priscila no se
había sentido bien, y estaba delicada. José Antonio sacó de su bolsillo las
semillas que le había dado el Gran Martelo y se las dio a Priscila. Seis meses
después nació su hija Carolina.
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