miércoles, 6 de julio de 2022

CAPITULO XV. LOS DETALLES QUE FALTARON POR CONTAR.

 

CAPITULO XV.  LOS DETALLES QUE FALTARON POR CONTAR.

 

Luego de haber derrotado a los piratas con ayuda de los indios y la estampida de los toros y las vacas, José Antonio y su milicia tuvieron que capturar a los toros que quedaron sueltos por toda la playa, y algunos se metieron en la ciudad. Los valerosos toros, había arroyado con garbo a los piratas y les habían causado la huida inmediata  hasta el río manzanares, donde pudieron escapar luego a sus barcos luego de pasar de nuevo a playa Lipe.

Mientras tanto, los toros continuaban dando tumbos por todas partes, y envistiendo a todo el que se le acercara. Los indios y varios hombres comenzaron a enlazarlos y a amarrarlos a los árboles. Los toros y las vacas por orden de José Antonio fueron trasladados por los indios que trabajaban en su hacienda hasta la playa arriados con mucho cuidado por el camino de Mamatoco hasta la ciudad de Santa Marta. No era una labor fácil, y es más, eran como treinta animales, pero en el camino se perdieron como diez que se escaparon, pero los indios sabían que estaban contra el tiempo, y Hortencio que era el que los guiaba, los apuraba a todo momento. Duraron una hora y media para llegar a la playa, y llegaron justo a tiempo.

Hortencio también alcanzó a solicitarle ayuda a un indio que iba a trabajar a la hacienda de José Antonio, solicitándole que llevara a los guerreros de su tribu para que ayudaran a los blancos, contra los piratas. La tribu que hace rato iba y trabajaba en la hacienda de José Antonio, y que recibían comida cambio de trabajo e intercambiaban maíz por pescado o carne, al escuchar que era José Antonio el que estaba en peligro, se reunieron, agarraron sus armas y sus flechas y salieron en su ayuda. Se alcanzaron a reunir casi unos 40 indios con flechas, en las que usaban un veneno para matar animales. Los indios iban corriendo y pronto alcanzaron a Hortencio que iba un poco más lento con otro grupo de 10 indios arriando al ganado.

Al llegar a la playa, vieron cómo los piratas cargaban corriendo y gritando hacia el fuerte, de donde los mercenarios lanzaban piedras con sus hondas. Los piratas ya no tenían más municiones tampoco, pues luego de cinco cargas, ya habían agotado su pólvora.

Cuando los piratas estaban a cuatro metros de la muralla, los 40 indios comenzaron a disparar, y Hortencio azuzó a los toros, entre ellos a uno llamado Sultán, al que todos le tenían mucho respeto, porque era un toro bien bravo. Al toro lo tenían vendado desde la hacienda y lo llevaban amarrado con mucha calma. Cuando le quitaron la venda y el toro vio a esos piratas gritando y corriendo se enfureció, además que vio a más de uno con pantalón rojo, y con más razón los envistió.

Los piratas no estaban preparados para enfrentar ni a las flechas envenenadas, que mataron a varios, ni a los toros. El veneno causaba primero mareo y luego se desmayaban, y en el desmayo, los toros y las vacas le pasaron por encima aplastándolos. Otros terminaban con el corazón paralizado. Las vacas a pesar de ser más pequeñas que los toros, cuando son bravas y envisten son más peligrosas, porque el toro baja la cabeza y enviste, perdiendo de vista el objetivo, mientras que la vaca enviste de frente y sigue viendo. Así que los piratas sin municiones, cansados, y sin estar acostumbrados al toreo como los españoles, fueron presa fácil de la estampida. Y al que lograba huir de las vacas y los toros, quedaba a merced de las piedras o de las flechas. Habían más de 100 piratas muertos en la playa.  Y los toros y las vacas habían empujado a gran grupo de piratas contra el río y contra el mar. Al ver que la turba pirata estaba dispersa y que no había forma de organizar un ataque entre los toros, las flechas de los indios y los muros del fuerte, el jefe pirata, muy a su pesar ordenó la retirada. Cuando solo la mitad de los piratas llegaron a playa Lipe, muchos de ellos, heridos, aporreados, y otros sufriendo los efectos del veneno, el jefe pirata les preguntó si querían volver a atacar en la noche, y los piratas cansados, golpeados, y hambrientos, se negaron a seguir con el ataque, y prefirieron irse con las manos vacías, y se sintieron afortunados de aún estar con vida. El jefe pirata dijo que nunca había visto unos defensores tan recursivos.

Esa tarde, José Antonio con varios indios agruparon a los toros y las vacas y los arriaron a la hacienda a los potreros. Por su parte, los soldados de la vieja guardia con los milicianos, les tocó el trabajo sucio de limpiar las playas de los muertos, hicieron una fogata enorme, y quemaron todos los muertos para evitar enfermedades.

Por su parte, cuando José Antonio llegó con todos los toros y vacas a la hacienda, fue recibido por Priscila, Victoria, Ana, su suegra y sus cuñadas. Priscila abrazó a su esposo, y lloraba, las mujeres no sabían nada de la batalla, desde que Victoria llegó a la hacienda y les contó cómo estaban las cosas, hasta donde ella vio. Priscila no paraba de llorar, el embarazo no le ayudaba mucho a calmar sus emociones. Estuvieron a muy poco de perder la batalla, y también de perder la vida, y quién sabe que hubiesen hecho esos piratas si después de matar a todos los que se resistieran, a las mujeres y al resto de habitantes que encontraran. Ese era el pensamiento de todos los defensores del fuerte de San Juan, y que José Antonio les había dicho, siempre cada vez que le preguntaba Manolo ¿Qué vamos a hacer? José Antonio que respondía: defender la ciudad, de cierto, lo que más se le cruzaba en la cabeza era su esposa y al bebé que venía en camino. No podía desfallecer, no podía perder, y mucho menos en ese momento.

Priscila cuando se calmó un poco, fue y ayudó a José Antonio a bañarse y a lavarse, pues estaba todo lleno de arena y pólvora. Luego salió otra vez a la sala, donde lo esperaban todas las mujeres, para que les contara los pormenores de la batalla.

Al día siguiente, llegó la zabra de Cartagena que capitaneaba Antonio Velásquez, con más pólvora, maíz y otras mercancías. Dijo que en Cartagena nunca se enteró de que Santa Marta estaba siendo atacada por piratas. Fue de inmediato a ver a su esposa y a sus hijas, que estaban en la hacienda Calderón bien asustadas.

Los Lobo llegaron al día siguiente, se habían ido para un pueblo más allá de Mamatoco a esconderse, esperando noticias de cómo había quedado Santa Marta. Nunca pensaron que la milicia de 50 hombres, hubiese podido resistir a 250 piratas. Y menos cuando tenían la mitad de pólvora, gracias a ellos. No pensaron que los iban a delatar, así que cuando un indio llegó al pueblo, y dio las noticias de que los piratas habían sido vencidos, los Lobo decidieron retornar. Lo primero que hicieron fue buscar a los dos milicianos a los que les habían pagado para que robaran la pólvora de los fuertes y mezclaran las que quedaban con arena, pero no lograron contactarlos. Ya habían delatado lo que habían hecho en el cuartel a sus compañeros. Los de la vieja guardia los apresaron y los aislaron. Cuando los Lobo preguntaron por ellos, no dejaron que hablaran entre sí, y llamaron a José Antonio, pero éste no acudió, quería descansar un poco con su familia, y se negó a acudir. Así que le contaron a Manolo, lo que estaba pasando, y este a su vez, llegó a José Antonio, quién al escuchar, enseguida se fue para el cuartel a interrogar a los milicianos. Se enojó mucho con ellos, y ordenó que los mantuvieran encerrados hasta que llegara su tío de Riohacha. Tomó a un grupo de 20 hombres y se dirigió a la taberna.

Abelardito: Mira Calderón, de verdad busca en otro lado, nosotros acabamos de llegar y no hemos hecho nada.

José Antonio: Señor Abelardito, como siempre es un disgusto saludarlo. ¿Quiere venir por la buenas o como siempre por las malas?

El padre también salió de la taberna.

Abelardo: Señor Calderón ¿qué ocurre ahora?

José Antonio: Señor Lobo, vengo a arrestarlo a usted y a su hijo.

Abelardo: ¿Y ahora qué hicimos? No me diga que ahora somos culpables del ataque pirata.

José Antonio: No señor Lobo, no hay pruebas de eso, pero sí tengo pruebas de que usted saboteó a la fuerza española que estaba protegiendo esta ciudad, robándole la pólvora y vertiendo arena en su reemplazo, como bien lo han confesado dos de los milicianos a los cuales usted le pagó  para hacer ese trabajo sucio.

Abelardito: Pero por favor señor Calderón… si es que ahora nosotros los Lobo somos culpables de todo lo que pasa en Santa Marta, si llueve es culpa de nosotros, si el río suena es culpa de nosotros, ¿hasta donde vamos a llegar con esto? Esto es una persecución en contra de los miembros de esta familia… nunca en mi vida había estado en la cárcel y ahora en menos de un mes, ya ni me acuerdo cuantas veces me han arrestado.

Uno de los rufianes que estaban con los Lobo dijo: ya estoy harto de esto, sí ellos robaron la pólvora de los fuertes, la pólvora está en las bodegas de la taberna, yo mismo las guardé ahí.

Un silencio incómodo de un minuto, y José Antonio dio la orden de arrestarlos, y a su vez de buscar en las bodegas la pólvora, donde efectivamente fue encontrada. Esta vez el arresto se produjo sin ninguna resistencia, los rufianes se apartaron y dejaron que los milicianos agarraran a los Lobo, quienes trataron de correr, pero fueron apresados. José Antonio ordenó que los encerraran hasta que llegara su tío.

José Joaquín que llegó al día siguiente, llegaba cansado de sus travesías por Riohacha y Palomino. En Palomino tuvo que sortear una emboscada que le habían preparado varios mineros, quienes se habían aleado con tres soldados que habían desertado del grupo que vino con José Joaquín desde Cádiz. Los tres hombres, habían averiguado donde se encontraban las minas de oro el mismo día que llegaron a Santa Marta y decidieron desertar e ir por el oro. Cuando llegaron a Palomino y descubrieron las minas, aprovechando su fuerza y su experiencia militar, doblegaron a los mineros y los sometieron a través de amenazas. Habían explotado a los pueblos que quedaban cerca y se habían apropiado de gran parte del oro que sacaban de las minas.

José Joaquín había sido informado de eso, y procedió con cautela, cuando decidió desembarcar en las lanchas, decidió bajar con 30 soldados fuertemente armados, y llegar a la mina, que sorprendentemente estaba vacía, pero de sorpresa salieron varios hombres que dispararon sus arcabuces, matando a dos soldados, pero cuando la tropa reaccionó, los asaltantes se rindieron luego de haber sufrido 10 bajas. Los soldados apresaron a los desertores a quiénes fueron encontrando poco a poco en diferentes fincas y casas, a los que José Joaquín dio la orden de fusilarlos. José Joaquín les confiscó el oro que habían acumulado, y organizó nuevamente el pueblo, con lo cual volvió la calma.

Cinco días después llegó por mar a Riohacha, que estaba siendo gobernada por un regente, que contrabandeaba y robaba las perlas que del mar se sacaban. Los pescadores de perlas, eran esclavos africanos que eran obligados a buscar bajo el agua perlas con el gran riesgo de ahogarse. El negocio de las perlas estaba siendo controlado por unos rufianes, que aprovechaban para enriquecerse ante la falta de autoridad en la ciudad.

José Joaquín llegó a Riohacha y se reunió durante 10 días con los habitantes de la zona para recaudar información y pruebas. Cuando varios habitantes acudieron a él y delataron al regente, y a los rufianes que controlaban la extracción de perlas en Riohacha, fue al edificio municipal, arrestó y destituyó al regente, y luego ordenó que capturaran a los rufianes, donde se encontró nuevamente a dos soldados desertores que habían viajado con él desde Cádiz, a los que también ordenó fusilar.

Luego nombró a otro regente, al señor Javier Celedón, un criollo respetado en Riohacha, y a quién todo el mundo le tenía en buena estima. A éste le encargo la organización administrativa de Riohacha, y de la explotación de las perlas. Así se decidió suspender la explotación inmisericorde de estos recursos, y se buscó un método en el cual, funcionara como un cultivo, permitiendo la reproducción de los crustáceos, evitando así su extinción, y por tanto, la destrucción de estos recursos por su sobre explotación.

José Joaquín también donó unos tres cañones y dio 1000 ducados para la reconstrucción y adecuación del fuerte San Jorge que protegía las playas de Riohacha de los piratas.

Luego de un mes por fuera, y cansado, José Joaquín se embarcó nuevamente en el Galeón San Rafael, rumbo a Santa Marta, sin enterarse que su nuevo hogar estuvo en grave peligro por el ataque de piratas.

Al llegar a Santa Marta fue recibido por Manolo y por Antonio Velásquez, quienes le contaron lo que había ocurrido. El gran miedo de José Joaquín era dejar desprotegida a Santa Marta, donde vivía toda su familia en ese momento. Al escuchar lo que habían hecho los Lobo, dio la orden de que los fusilaran de inmediato, por traición a la Corona española.  Orden que se cumplió al día siguiente.

Cuando llegó a la hacienda Calderón, sintió la felicidad de haber llegado a su hogar, y de encontrar a su familia a salvo. Abrazó a su esposa y a su hija Victoria, y claro también a su nueva hija Ana. Cuando vio a José Antonio, lloró de orgullo.

José Joaquín: Yo sabía… Yo sabía… que para algo tenías que servir condenado… Mírate en el gran hombre que te has convertido, ojalá tu madre estuviera aquí para verte.

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