viernes, 20 de octubre de 2017

“CUNDUMIO EN SAN TROPEL”

Por: Jorge Arturo Abello Gual


En un pequeño pueblo de la Costa Caribeña una singular y jocosa tradición se llevaba a cabo, gracias a una de esas cosas raras que acontecen en los pueblos y que a la luz de una ciudad parecerían increíbles y no pasarían de ser una mera leyenda. Era el día del Santo del pueblo, que era entre otras cosas el ‘pobre’ San Pedro, y que por esas cualidades ‘carnestolénticas’ de la Costa, vió su nombre verdadero distorsionado por un tradicional “apodo”, que para no herir sentimientos llamémoslo seudónimo.

Pues bien, venía diciendo que un 10 de Mayo –hace cincuenta años- en el pueblo  estaba cayendo un torrencial diluvio que venía azotando al pequeño pueblo desde hace más de dos días –algo crítico para un pueblo que solo vivía de la agricultura y de (por decirlo así) de los frutos de las gallinas-. Después del primer día del diluvio, la gente preocupada corría a sus “finquitas” y a los galpones, para ver como se encontraban. El caso es que en medio de esos ‘azores’ y en medio de esa situación precaria, los ciudadanos después del segundo día de diluvio perenne, en el cual, ya hasta en el mismo pueblo comenzaban a circular por las calles las casas ‘móviles’ y la gente detrás de ellas, a ver si al “Señor conductor” –las corrientes- les dejaban algunas de las pertenencias a lo largo del camino antes de llegar a la autopista principal –el río-, donde los únicos transeúntes eran las cosas sin vida.

La gente del pueblo ya desesperada se refugió en la iglesia que estaba en la parte más alta del pueblo, y comenzaron todos a orar para que se calmase el ‘aguacero’. Comenzaron  rezándole a San Eustáquio, y de repente comenzaron los rayos a retumbar en el cielo, tanto que uno de ellos cayó en una torre eléctrica y se fué la luz en el pueblo. La gente asustada dijeron: “Con el viejo Eustáquio parece que la cosa va a estar difícil. Vamos a rezarle a San Rafael”. Comenzaron a rezarle a San Rafael -iban dos días más de diluvio-, y comenzaron los vientos a retumbar en medio de la tempestad, y sople y sople, hasta que se arrancó una teja de la iglesia. Surgió el pánico, comenzó a entrar agua y la gente a sacarla con escobas y totumas, la situación se empeoró, sin la  luz, sin poder salir ni poder reanudar normalmente sus vidas. Solamente les era permitido salir a un grupo de hombres -expertos nadadores eso sí- para que fueran en busca de alimentos para la gente, a la montaña que se alzaba no lejos de la iglesia, pero para alcanzarla tenían que atravesar un canal que cruzaba justo entre la iglesia y la montaña. 

La situación empeoraba a medida de que surgían los enfermos, la gente se preguntaba ¿Será que le estamos rezando al “tipo” equivocado? Le comenzaron a reclamar al pobre cura, que con tantos problemas no le alcanzaba el repertorio de oraciones, y nada que el bondadoso Señor se compadecía de sus hijos. El cura estaba desesperado, no sabía ya a qué santo había que acudir, ya algunos habían acudido a pueblos vecinos, pero la situación era igual o peor. Todo parecía inútil, hasta que al cura se le ocurrió hacer un llamado desesperado al dueño de las puertas del cielo, a San Pedro.  Y así, comenzaron todos a rezarle a San Pedro a partir del quinto día de diluvio. La medicina fue letal, a las dos horas de haber comenzado la novena ya la intensidad del aguacero había mermado, y a la séptima hora dejó de llover.

Milagro o no, dejó de llover y luego de un mes de restauración de todo el pueblo se decidió hacerle una fiesta al milagroso San Pedro que dejó ver la luz del sol después de cinco días de tinieblas. Sólo un pequeño comentario irrumpía la conciencia de algunos pobladores: “Pedazo de cura bruto, nos puso a rezarle al Santo equivocado”. Y otros remataban: “Es como querer sacar de una mata de guineo, tres libras de queso”. El pueblo tardó mucho tiempo para recuperarse, pero poco a poco lo hizo, aclarando que no fue gracias a la ayuda directa de nadie, sino por medio de una situación muy peculiar; resulta que en medio de los escombros y del fango que se encontraban alrededor del río comenzaron a surgir joyas y un sin numero de objetos de oro y plata con los cuales la gente comenzó a comerciar en las ciudades cercanas, cambiándolos por gallinas y semillas, para volver a cultivar y a criar nuevamente los pollos.

Luego de algunos años, se enteraron de que un camión cargado con reliquias indígenas y coloniales, que viajaba desde Cartagena al Museo del Oro de Bogotá, había caído en un barranco y había caído al río, vertiendo así su valiosa carga a las aguas torrenciales del río Sinú. Y de esta forma, se conoció de la prosperidad de muchas poblaciones aledañas al río que sufrieron con el diluvio y que se volvieron ricos por ‘extraños’ yacimientos de oro y plata a las orillas del Sinú.

Y desde entonces, en la misma fecha del milagro se conmemora el día de San Pedro con una misa solemne y una procesión muy ‘especial’, y digo muy especial porque en esa procesión siempre pasan cosas impredecibles. Tantos cuentos han salido de esa procesión, que ya la gente no se la pierde, no para cumplir con el rito al Santo, sino para no perderse de los Shows que en ellas suceden. 

Pero el problema no es la procesión, sino la fecha que tiene, que es la misma fecha de las ferias en el pueblo, en donde se preparan corralejas, galleras y todo tipo de espectáculos, y en medio de ese ambiente tan desordenado muchas cosas pueden pasar. 

Por ejemplo, un día en que se estaba realizando la procesión normalmente, la gente muy devota y muy concentrada en sus oraciones y en sus ritos, inocentes del problema que se les venía encima en contados segundos. Resulta que en el puerto en el río Sinú estaban descargando unos toros bravos para las corralejas del pueblo, y en uno de esos descuidos inocentes habían pintado a la oficina de recibos de ‘rojo’. Y esos animales comenzaron a mugir y a rabiar; estaban totalmente enceguecidos por el rojo de las paredes de la oficina que tenían enfrente, que comenzaron a hacer movimientos violentos, a envestir y corretear en medio de los planchones, tanto que una de las cercas que mantenían a las bestias cautivas se desbarató por la embestida de un toro enorme que pisó tierra y comenzó a embestir cuanta cosa se encontraba en su camino.

Pero lo peor era que detrás de él venían trece toros más y todos desbocados. En eso, la procesión iba pasando por la calle principal que queda perpendicular al río y en línea recta al puerto y que terminaba conectando a éste con la plaza de la iglesia. En dicha calle se encontraban los principales negocios de La Pringamosa, y que sólo era cruzada por una pequeña carrera por la mitad que conectaba a la calle principal con el resto del pueblo. En fin la calle era una cruz que se sobreponía a todo el pueblo. Los pobres feligreses no pudieron ocultar su cara de asombro y de pánico cuando oyeron la campana de alarma del pueblo, que anunciaba a la estampida de toros que venían en camino –ya que esto ocurría muy a menudo debido al color rojo con que habían pintado la oficina de recibos en el puerto-.

El cambio de semblante de aquellas personas se hizo notar enseguida, los ojos saltones y las caras pálidas brillaban a la luz del día, en medio de un sofocante sol de las tres de la tarde. La gente en principio se agarraban de las manos paralizadas del terror, se aferraron –fuertemente- a los rosarios, a los paraguas o a cualquier otra cosa que llevaran a la mano; otros más vivos, solo buscaban el muro al cual tenían que correr. El silencio fue estremecedor, las oraciones dejaron de pronunciarse y el temblor se apoderaba de todas las piernas –era la primera vez que pasaba en plena procesión, y desde ahí varias veces volvió a ocurrir-. Y cuando la gente vio a esos animalejos venir contra ellos, un grito se adelantó ante todos, era el mismo cura que dejó escapar un lamento proveniente de su propia alma: ¡Aaaay Mamacita! 

Después de esto, muchos gritos sobrevinieron. Las viejas de ochenta años en adelante corrían más que las de quince, un mudo que nunca había hablado en su vida, gritó un madrazo que dejó estupefacto a muchos, las mujeres dejaban a los niños tirados, los que iban cargando la estatuilla del Santo la tiraron y salieron corriendo, los más machos del pueblo contagiados por el temor corrían como gallinas y escalaban escaleras como gatos. La mayoría de la gente corría a la “carrera de la cruz”.

Pero era demasiado, los toros hicieron de la pobre pueblo una fiesta taurina. A un pobre gordo que no alcanzó a subirse en la paredilla de una tienda, un toro corpulento lo traía rodando como pelota de “maquinita” de tienda chocándolo con cuanto obstáculo tuviese enfrente. A una señorita, un toro la dejó sin falda en mitad de la calle. Por otro lado, otro toro tenía de vuelta y media al pobre cura que tan de malas, tenía puesto el hábito rojo, lo cual incitó más al toro a cargarlo. El toro traía al cura revolcado desde que lo cogió casi cruzando la carrera de la cruz, hasta llegar a la plaza, el pobre cura trataba de escapársele, pero después de levantarse de una embestida, y tratar de correr se le enredaba la sotana entre las piernas y volvía a caer a tierra de donde el toro sin cuernos –afortunadamente- lo volvía a zarandear en forma inclemente. 

Y así, hubo muchos heridos y golpeados, un mudo que habló y una señora corría sin falda por todo el pueblo;  sin embargo, no hubo ningún velorio después de este incidente, eso sí, se dejaron dos meses de dar misa, mientras el pobre párroco se recuperaba de la tunda que le había dado ese ‘bendito’ toro. La única víctima ese día fue la pobre estatuilla de San Pedro que se pulverizó cuando le pasó la estampida por encima. Ese día la corraleja no se vivió en el escenario, sino en todo el pueblo, cuando algunos hombres trataban de controlar a los toros enfurecidos.

Otro de esos acontecimientos dignos de recordar fue aquella procesión, donde en uno de los almacenes de la calle principal estaban descargando un cargamento de fuegos pirotécnicos que había llegado por el puerto  y tenía como función animar la noche en la feria. Pues bien, resultó que mientras iban pasando los feligreses con la procesión, uno de estos dejó caer un cigarrillo encendido en el piso y éste no se apagó. Al rato pusieron sobre él una de las cajas que contenía los fuegos pirotécnicos y junto a esta pusieron  cuatro cajas más. El cigarrillo comenzó prendiendo la primera caja y luego comenzaron a explotar las cuatro restantes al propagarse el fuego. Los cohetes, los tiritos, los buscapiés y las matasuegras comenzaron a estallar en medio de la multitud, que quedó dividida y que gritaba y corría afanosamente en medio de la lluvia de fuego que por sus pies pasaban. La gente parecían ranas saltando, las faldas y los pantalones ardían en candela, toda la gente parecía tener “rabo ‘e paja”, las carreras, el pánico y las risas fueron los hechos dominantes de aquel día.

Tantos hechos que han sucedido en estas procesiones, que ya la gente no dice que va a la procesión de San Pedro, sino a la procesión del San Tropel. Ya nadie se las pierde, hasta vienen personas de otros pueblos a disfrutar de los tropeles que se forman en la procesión. Ya sea golpeado o quemado, la gente disfruta más de las procesiones que de las mismas ferias. Bueno, pero por ahora me voy, porque voy a llegar tarde a la procesión. En otra ocasión les seguiré contando que otras cosas han acontecido en esta singular tradición de mi pueblo, por lo pronto voy a contemplar qué va a pasar en ésta.



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