LOS NEGOCIOS, TODO VIENTO EN POPA.
Cumplidos los dieciocho
años, el tío llevó a su sobrino a la carpintería donde aprendió el arte de
hacer cosas con la madera. Primero con sillas, luego con mesas y escritorios.
Luego pasó a la construcción de casas, artes que le podían servir, a pesar de
ser consciente que José Antonio para ello no tenía vocación. Se esmeró en que
supiera cuál era el secreto de cada objeto que construía. Al principio José
Antonio elaboraba los muebles de muy mala gana esperando que su tío lo librara
de semejante labor. Sin embargo, José Joaquín conociéndolo como lo conocía, le
dijo que si quería librarse de no trabajar en la carpintería debía pasar unas
pruebas, la primera de ellas, era construir una silla, la segunda era hacer un escritorio
a la perfección, la tercera hacer un establo en una finca y por último reparar
una nave. Las tres primeras labores las hizo en tres semanas, rauda y
velozmente pero con gracia y delicadeza para librarse rápido de la tarea. Con
el establo demoró unos seis meses, pues perdió un mes por tratar de construirlo
lo más rápido que podía, y por ello la primera estructura se le vino abajo,
algo que le costó a su tío unos buenos caudales, pues había perdido el material
y tuvo que tranquilizar al cliente que se encontraba muy molesto por lo
ocurrido. José Antonio le dijo a su tío con frustración y con vergüenza: “¿Vez
que no tengo madera para esto?” y su tío le contestó: “Tanto en la construcción
como en muchas cosas de la vida, lo importante es saber levantarse luego de una
caída. Y siempre se ha dicho que es mucho más fácil destruir algo, que
construirlo. Ahora prométeme que vas a terminar esto José Antonio, no me vayas
a dejar mal con el cliente.” Luego de recibir aquellas palmadas en la espalda
José Antonio, levantó con ayuda claro está de 10 trabajadores el establo, en
cinco meses. El cliente quedó muy satisfecho y gracias al trabajo de José
Antonio, su tío José Joaquín recibió cinco ofertas más para construir otros
establos en otras granjas. Sin embargo, ninguno fue construido en tan poco
tiempo. José Joaquín decía con orgullo que su muchacho tenía madera, y que en
últimas el dinero perdido en el primer establo había sido una excelente
inversión, pues su precio se había multiplicado en cinco.
Con el trabajo de la
nave, ocurrió algo singular. Una vez terminado el establo, el tío le dio dos
meses de descanso a su sobrino, además porque aunque parezca increíble las
reparaciones de naves escaseaban por esos días en Cádiz. La gran flota había
partido hacia las indias, y por el momento no se habían presentado ni
enfrentamientos con naves inglesas o francesas, y las naves mercantes no
parecían requerir las reparaciones que José Joaquín quería que aprendiera José
Antonio. En una mañana un buen amigo de José Joaquín llegó a su casa, y le dijo
que había una nave en Cádiz que estaba requiriendo varias reparaciones, pero
que ellas debían hacerse en reserva, pues la armada no quería que sus enemigos
supieran que dicha nave se encontraba averiada. José Joaquín le preguntó, qué
clase de nave podía despertar tanto interés de los enemigos de España, y tanto
recelo en la Corona. Cuando le mostraron la nave, se trataba de la Santísima
Trinidad, la nave insignia de la armada en esos momentos, y que tanto la armada
inglesa, como la francesa querían hundirla para destruir la moral de la armada
Española. En la última batalla, la Santísima Trinidad había sido averiada y
solo el orgullo español pudo salvarla. Casi perdida la batalla, las naves
españolas se dieron a la huida, el Santísima Trinidad por decisión de su
capitán cubrió la retirada de sus camaradas, disparando todas sus ráfagas de
sus cuatro hileras de cañones por estribor en contra de cinco barcos que
iniciaban la persecución rauda de tres naves españolas que se habían rezagado.
La acción fue desesperada e imprudente, a pesar de que logró averiar seriamente
a dos de los barcos perseguidores. La acción seguramente fue impulsada por el
hecho de que la armada española se encontraba en crisis, y no había suficientes
naves de guerra para hacer frente a los ataques franceses, ingleses y holandeses.
La orden a los Capitanes era de evitar la pérdida de naves, no entablar
enfrentamientos innecesarios y enfocarse en la protección del comercio con las
Indias. Sin embargo, al tratar de girar la nave hacia babor para huir y
reagruparse con el resto de la flota, la nave capitana inglesa y dos naves
persecutoras dispararon sendas ráfagas que dieron en contra del estribor de la
Santísima Trinidad, quién respondió al fuego con todas sus escotillas de babor.
En esos momentos las tres naves perseguidas y cinco más retornaron en ayuda a
la Santísima Trinidad, y atacaron con ira a la nave capitana de los ingleses
logrando desarbolar sus mástiles. Al ver esto los ingleses decidieron organizar
una segura retirada, mientras que la Santísima Trinidad seguía en la batalla
amenazante, a pesar de encontrarse herida de gravedad. Al llegar a Cádiz con
mucho esfuerzo, los marinos sacaban con desespero el agua de las bodegas. Los
ataques ingleses habían abierto un boquete en el barco, y gracias a un milagro
la batalla se suspendió antes de que la nave insignia de la Armada española se
fuera a pique, además en el estado en que se encontraban los tres barcos
perseguidos, y los cinco de apoyo que llegaron después, el resultado de aquella
batalla hubiese significado un golpe muy duro para la armada Española, pues
habría perdido ocho naves, de suma importancia si los ingleses se hubiesen
resuelto a disparar unas nuevas ráfagas de cañón aprovechándose de las
culebrinas (tipo de cañón), que eran más rápidas en cargar que los cañones de
la armada española, lo que les permitían disparar tres ráfagas, en tanto que
los barcos españoles disparaban tan solo una.
José Joaquín pensó
que José Antonio tenía un destino muy particular, pues de todos los barcos el
único que debía reparar era el Santísima Trinidad, la nave insignia de la
armada española. “Presto” dijo, “contad conmigo, mi taller está a sus órdenes y
mi gente hará las reparaciones necesarias con el sigilo que amerita la ocasión”.
Desde que bajó del barco que lo llevó de
vuelta a Cádiz luego de su lesión, José Joaquín no había subido a una nave de
guerra, le daba terror recordar aquella batalla que le cambió la vida. Sin
embargo, como soldado no podía dejar de subirse a la Santísima Trinidad para
verla por dentro, así que subió a la nave en compañía de sus trabajadores y su
sobrino, que fueron escoltados por unos cincuenta hombres, luego de entrar a
cubierta del barco, se dieron cuenta que más de cien hombres también los miraban
con ojos de esperanza. José Antonio y José Joaquín inspeccionaron los daños e
hicieron un plan de trabajo que duraría dos meses. El Capitán de la nave fue
informado y les dijo que por el bien del Rey y de todo el imperio, la Santísima
Trinidad no podía durar más de un mes fondeado en Cádiz, pues los enemigos del
reino, verían en aquella situación un buen momento para intensificar sus
ataques. José Antonio y José Joaquín comprendieron la premura del Capitán y de
lo delicada de su labor, pero José Joaquín no podía garantizar que las
reparaciones pudieran realizarse a conformidad en un mes, José Antonio más
joven y más arriesgado, se llevó a su tío a un costado y le dijo, quiero
reparar este barco, y puedo hacerlo en un mes, necesito todos los materiales y
cincuenta de los mejores hombres del taller.
“Pero José Antonio,
si sólo tenemos a treinta hombres en el taller que están ya trabajando en cinco
establos, y por más que cuentes con los treinta, no es posible terminar esta
labor en un mes, y ello hará que nos fusilen. Si el Rey se siente amenazado por
las armadas de otras naciones, y si su nave insignia no sale a la batalla,
buscará culpables, y los Generales y el Capitán de esta Armada nos señalarán a
nosotros, y en ese caso el Rey no le faltarán razones para mandarnos a
Fusilar.”
“Tío, tranquilo yo
quiero reparar este barco y lo haré, consígueme los materiales y los hombres
que te pido, y te prometo que en vez de un pelotón de fusilamiento recibirás
buenos ducados y más ofertas para reparar barcos.”
“A la mierda los
ducados y las ofertas, esto no es un juego José Antonio, pondrás en riesgo no
solo tu vida, sino de los trabajadores que se unan a esta locura.”
“Anda Tío, hazme
caso consígueme lo que te digo, y yo cumpliré. Sé que me has querido enseñar
con esto del taller de carpintería, y lo has logrado, aunque te aseguro que una
vez culmine con esta nave, no volveré al taller.”
“Menudo lío en que
te he metido por tratar de enseñarte. ¿Es que no vez que es una misión
imposible? ¿Qué pasa si luego de reparar la nave se hunde por algún imperfecto?
No encontraremos tierra donde refugiarnos de semejante ofensa al imperio
Español.”
“Tío, hazme caso,
trabajaré bien, día y noche y entregaré este barco en un mes, te lo aseguro.”
“José Antonio, hijo
mío por favor recapacita, que a mí no me importa mi vida, pero si la tuya, y la
de los demás cristianos que vais a poner a trabajar. Además si es que en las
bodegas donde hay que reparar la nave, no caben cincuenta trabajadores.”
“Si caben tío…
veinticinco, pero unos en el día y otros en la noche.”
“José Antonio hijo
¡Recapacita¡ ¿Qué le diré a tu madre si algo te llegara a pasar?”
“Que morí haciendo
lo que quiero, como tú me lo enseñaste, y dejad de joder Tío, que todo va a
salir muy bien.”
“Ya bien me había
dicho tu padre: Cría cuervos y te sacaran los ojos. Ahora utilizáis mis propias
palabras en mi contra José Antonio por Dios¡ Que no seas así”
Los trabajos se
iniciaron el 14 de mayo, los materiales no llegaron todos en la misma fecha,
pero si llegaron a tiempo para no suspender ni por un minuto los trabajos. José
Joaquín hizo mil piruetas para que ello fuera así. Mientras tanto, José Antonio
dormía cada tres horas, media hora, para que el cansancio no lo atormentara, y
para estar lo más pronto posible presente en todas las tareas. Veinticinco
trabajadores comenzaban a las seis de la mañana y terminaban a las seis de la
tarde, descansando dos horas en toda la jornada, pero los descansos eran
turnados, de tal manera que el trabajo nunca se detenía. Luego llegaban veinticinco
trabajadores más en la noche y hacían lo mismo. Lo más complicado fue quitar
algunas piezas sensibles del casco, pues las nuevas piezas no cuadraban con las
antiguas, así que tocó fabricar piezas que no se habían planificado, por esa
razón, José Antonio pidió a su tío que diez trabajadores más se encargaran de
hacer dos piezas nuevas en el taller. José Antonio a pesar de la falta de
sueño, seguía tranquilo y seguro, mientras que José Joaquín sudaba a toda hora
como un condenado, y vivía nervioso.
El Capitán de la
Santísima Trinidad inspeccionaba todos los días las obras, y veía con
preocupación que aquel muchacho que dormía media hora cada tres horas, no
pudiera cumplir el plazo, y recibiera una terrible orden de su Majestad de
castigar al culpable. Veía en José Antonio y en José Joaquín un esmero y
responsabilidad tal, que realmente era admirable. Terminó reconociendo que si
la armada tuviese marinos como aquellos dos, de seguro España no estaría
perdiendo la guerra. La mayor parte de los marinos de la Santísima Trinidad
habían apostado a que José Antonio no terminaría el trabajo, y muchos hacían
bromas con pelotones de fusilamiento.
Faltando dos días
para el mes, aún quedaba por cuadrar las dos piezas que diez hombres habían
construido en el taller. Traerlas hasta la nave iba a requerir tiempo y
esfuerzos que ya le escaseaban a sus hombres. Así pues, cuando el Capitán de la
Santísima Trinidad inspeccionó en ese día las obras, José Antonio se dirigió a
él de manera respetuosa.
“Mi estimado
Capitán, requiero de vuestra merced si no es mucha molestia.”
“Decidme gentil
hombre ¿Qué se os antoja? Pues veo con preocupación un atraso importante en las
obras, y más que un favor, creo que te concederé un último deseo. Pero claro os
lo digo en broma, pues quiero haced buena venía a vuestro trabajo y
sacrificio.”
“Pues en definitiva,
sois más gentil que yo si me concedéis este último deseo. Por lo que veo tus
hombres después de 28 días de estar fondeado en este puerto, han descuidado el
ejercicio, mientras que los míos se encuentran casi desechos por los
extenuantes trabajos. Requiero de dos piezas que ya se encuentran acabadas en
el taller de mi Tío, y para poder cumpliros en el tiempo acordado, requiero que
tus hombres las traigan presto, mientras que mis hombres y yo terminamos
algunas obras urgentes que necesitamos.”
“¿Y como cuantos
hombres requieres para llevar a cabo esta labor?”
“Pues de todos los
que podéis suministrarme, pues requiero con urgencia las piezas solicitadas en
menos de media hora que acabo con las tareas que estamos haciendo, y no
quisiese parar los trabajos por una demora en el transporte.”
“Cuenta con
cincuenta hombres, enseguida los enviaré al taller de tu Tío para recoger las
piezas.”
“Su excelencia debe
ser un duque, y por favor, advertirles que tienen tan solo media hora para
cumplir su labor, pues mi vida depende de ello.”
A la media hora
llegaron, los cincuenta hombres con dos vigas de madera de casi diez metros de
largo y con un diámetro de metro y medio, que debían reemplazar del casco de la
nave. Muchos con la lengua afuera y totalmente extenuados. Si bien, tales vigas
de madera pesaban unos 300 kilos cada una, lo más engorroso de tal labor era
pasar esas vigas por todas las calles de Cádiz. Sobre todo para poder doblar
las esquinas, en tales maniobras muchos soldados caían al suelo en los
espantosos lodazales de aquellas calles. Por cuanto, llegaron a la Santísima
Trinidad el piquete de 50 soldados, parecían pordioseros en muy malas
condiciones. José Antonio recibió con dignidad a los soldados, aunque se moría
por reírse a carcajadas al verlos en aquel estado.
Noche y día
trabajaron y entregaron las obras antes de que dieran las 4 de la tarde del
último día del plazo. El Capitán de la Santísima Trinidad entregó a José
Joaquín su paga, y en un acto solemne reconoció el trabajo que él y sus hombres
habían realizado a favor de su majestad, y que nuevamente los enemigos de
España debían temer por la fortaleza de su Nación, representada en las manos
que repararon a la Santísima Trinidad. Y como una pregunta protocolaria el
Capitán preguntó si había algo más que él podría hacer por ellos, a los que
José Antonio respondió que sí. Su tío cerró los ojos, y pensó “Y ahora ¿Qué se
le habrá ocurrido a este chaval del demonio?”
“Su excelencia, me
es grato escuchad su agradecimiento y reconocimiento a nuestro trabajo. Pero
aún no se encuentra terminado. Como os habéis dado cuenta, somos muy cautelosos
y cuidadosos en lo que hacemos. Por lo tanto, permitid os lo ruego que mi tío y
yo supervisemos en su primer viaje de regreso el buen funcionamiento de las
reparaciones del Santísima Trinidad. No creo que tan buenos carpinteros como
nosotros seamos rechazados en vuestra tripulación.”
José Joaquín
cavilaba en sus adentros: “Niño del demonio, ya nos estáis metiendo en otro
lío.”
Luego de pensarlo
unos segundos, el Capitán sonrió y sorpresivamente aceptó. “Seréis mis
invitados pero solo por un viaje. Pero eso sí, prometedme que obedeceréis todas
las ordenes que aquí se os deis, la Marina no es un taller de carpintería.”
El Santísima
Trinidad zarpó al día siguiente a una misión de patrullar por las costas de
Barcelona. José Antonio y José Joaquín, partieron con la tripulación del
Santísima Trinidad a su misión. Al salir del puerto, otros seis barcos se
unieron a la misión que partía rumbo a Barcelona para inspeccionar si eran
ciertos algunos rumores sobre la presencia de una escuadrilla de barcos
ingleses merodeando zona. El Santísima Trinidad mareaba con velocidad, los
trabajos habían mejorado su navegar. Durante la primera hora de viaje, la
Santísima Trinidad le había sacado a sus naves acompañantes a lo menos 600
metros de distancia. Sin embargo, el Capitán dio la orden de mermar el paso,
pues no convenía separarse de la formación, si habían rumores de naves enemigas
circundando la zona. En la segunda hora, el Capitán ordenó que la tripulación
hiciera ejercicio con los cañones, y ordenó a toda su escuadra tomar posiciones
de combate. José Antonio observaba maravillado todo lo que ocurría desde el
timón. Su tío recordaba viejas épocas, aunque nunca había contemplado las
maniobras de una nave desde aquella posición. El Capitán le preguntó a su joven
invitado, si quería saber ¿Cómo se disparaba un cañón? José Antonio dijo que sí
con enorme alegría. Así pues le ordenó a uno de los marineros que le enseñase
al joven la tarea. El marinero se tomó la labor en serio, y en tres horas le
explicó hasta el cansancio a José Antonio, como se carga, y se dispara un cañón
de barco, haciéndole repetir primero mentalmente los pasos, y luego haciéndolo
realizar los pasos con un cañón desde la escotilla. Al regreso con su tío, el
joven grumete dijo: “es más sencillo ser soldado que carpintero tío, pero
prefiero mantener mis pelotas donde están” El tío comprendió la ironía de su
sobrino, pero no le prestó atención, y se alegró de que su sobrino no quisiera
enrolarse a la marina.
En la noche,
mientras comían en el comedor junto con el Capitán, un marino tocó con angustia
la puerta, diciendo: “Capitán, debería dar un vistazo.” Todos salimos a la
cubierta, y el capitán sacó su catalejo y miró hacia un lugar donde el marino
le señaló. Cuando observó, enseguida gritó: “Despierten a todos, pero no hagan
ruido, avisen a las otras naves, debemos salir rápido de aquí.” Todo el mundo
se movió raudo. A través de luces alertaron a las demás naves, giramos hacia la
costa a toda vela. De pronto se divisaron unos relámpagos en la dirección que
había divisado el Capitán con su catalejo. Eran cañones que nos disparaban pero
por fortuna las balas cayeron a cien metros de nosotros mientras nos seguíamos
alejando. El capitán era un viejo zorro de mar, y sus hombres le obedecían
cumplidamente. Ahora las vidas de todos los tripulantes de las naves dependían
de sus decisiones. En el puente, el Capitán hablaba con sus dos invitados como
si quisiera enseñarles sus tácticas de guerra. Le explicaba que no era
conveniente entablar combate en ese momento, una densa niebla impedía ver cuán
numeroso era el enemigo, pero sin duda ellos sí podían verlos, y si se
atrevieron a atacar como lo hicieron, seguramente no estaban en desventaja
numérica. También dijo que las naves inglesas a pesar de ser más pequeñas que
los galeones españoles eran más rápidas y maniobrables, y que a pesar tener
menos cañones, podían disparar más ráfagas que los españoles, ello de seguro
había sido una de las causas por las cuales la armada invencible no había
podido invadir a Inglaterra. En contraste, los galeones españoles tenían la
resistencia y la fuerza necesaria para resistir y embestir las naves inglesas,
para luego abordarlas y destruirlas por su mayor tripulación y fuerza de
combate. En cuanto al combate con cañones, lo mejor que se podía hacer era
mantener la formación de combate, concentrar el fuego en un objetivo a la vez,
y evitar ser aislados por las naves inglesas que evitan a toda costa el
abordaje y aprovechan su poder en los cañones. También explicó que entablar un
combate a distancia y sin formación, era una batalla pérdida, por esa razón
prefirió hacer una retirada estratégica. En esos momentos los barcos ingleses
se estaban acomodando y comenzarían a perseguirlos. La idea era llegar a
Barcelona primero donde los fuertes en Tierra les podrían dar apoyo en la
contienda. Para el Capitán lo más importante en esos momentos, era saber el número
de sus enemigos, pero esa espesa niebla le impedía ver más allá de las tres
primeras naves que luchaban por darle alcance antes de llegar a Barcelona. Su
gran preocupación era una de las siete naves que componían la flota, al parecer
tenía problemas y no mareaba tan rápido como las otras. De por sí, las naves
inglesas son más rápidas, y como alguna se quedara rezagada todas las naves
inglesas la atacarían como pirañas y celebrarían el botín. La flota española
llevaba una ventaja de un kilómetro a la flota inglesa, sin embargo esa
distancia se podría disminuir en cinco horas o a tres si llevaban la velocidad
que mareaba la nave rezagada. Y faltaban por lo menos unas diez horas para
divisar el puerto Catalán. Con los arreglos de seguro la Santísima Trinidad podía
escabullirse sin ningún problema de la flota inglesa, pero el Capitán no podía
perder al resto de su flota. Así entonces realizó una maniobra distractora muy
riesgosa por cierto, le ordenó a las dos naves más lentas que siguieran el
curso en línea recta hacia Barcelona, y el resto tomaría el curso hacia tierras
Valencianas. Si los ingleses seguían a los barcos que llevaban rumbo a
Barcelona sabían que los alcanzarían en tres horas y tendrían de seguro un
botín de guerra de dos naves. Pero también sabían que al virar los galeones
españoles lo hacían muy lento, por tanto, podrían darle alcance en tres horas a
las cinco naves que se dirigían a Valencia, solo que dentro de este grupo,
tenían a la Santísima Trinidad, solo escoltada por cuatro navíos, por lo tanto
era un botín mayor. El Capitán contaba con que los ingleses no fueran a dividir
sus fuerzas y tomaran una mala decisión. En esos momentos, cursaba la una de la
madrugada, luego de dos horas más de persecución, el Capitán divisó lo que era
una flota de diez naves inglesas que nos seguían. Gracias al cielo, una ráfaga
de viento favoreció a las naves españolas, quien con el esfuerzo de todos sus
marinos lograron mantener a la misma
distancia por una hora más a las naves inglesas. Todos se movían lo más
que podían, sabían que el enemigo era dos veces más numeroso y que en
condiciones normales eran más veloces, pero el instinto de supervivencia hizo
que aquellos marineros no tuvieran otra opción que hacer volar a sus naves para
no ser alcanzados por el enemigo. El capitán no iba a exponer a Valencia a un
ataque de naves inglesas, cuando sabía que en esos momentos las tropas
terrestres se encontraban en Barcelona prestas a dar apoyo. Permitir un ataque
sorpresa en Valencia hubiese sido un desastre también, así que dio orden de
virar rumbo a Barcelona de nuevo aprovechando la hora que se mantuvo la
distancia, y confiando de nuevo en la buena suerte. A pesar de haber navegado
por más de seis horas con el enemigo presto a alcanzar a la flota, los
marineros seguían fielmente las órdenes de su capitán. Luego de una hora más de
viaje, las distancias se habían reducido a trescientos metros, y ya se oían
cañonazos a nuestras espaldas. Faltaba una hora más, pero ya las balas de cañón
se acercaban a las dos naves más lentas. El Capitán dio la orden de tirar por
la borda todas las provisiones, era absolutamente necesario llegar a Barcelona
primero. Y así lo hicieron. También
ordenó llenar cuatro barriles con pólvora y mecha junto con las provisiones.
Aquella trampa mortal les daría a lo sumo veinte minutos de ventaja. Al poco
rato de soltar las provisiones escuchamos las explosiones de los barriles, que
efectivamente confundieron al enemigo y permitieron a la flotilla española
ganar distancia. A las cinco de la mañana ya se observaba el puerto Catalán, y
se divisaron los dos barcos que hacían parte de nuestra flotilla, así como
cinco barcos más listos para entrar en combate. Aparentemente la Santísima
Trinidad había llegado a puerto seguro y ahora era decisión de los ingleses
atacar. Sin embargo, el Capitán dio orden a sus cinco navíos de tomar
posiciones de combate, girando los barcos hacia el mar, formando una línea
curva de media luna mirando de forma
diagonal a la costa, y en espera a que los barcos ingleses se atrevieran a dar
batalla. Aún fuera del alcance del fuego de tierra, los cinco barcos haciéndole
frente a los diez barcos ingleses le permitían aún una ventaja a la escuadra
inglesa, cuyo capitán debía estar bien dudoso en esos momentos, luego de
perseguir durante diez horas y toda la noche a los españoles. Los otros cinco
barcos españoles apostados cerca del fuerte de Barcelona, se hicieron en
formación de combate en media luna cortando el camino a la hilera de buques
inglesa hacia el puerto. El cansancio y la ansiedad debieron nublar la lucidez
al inglés que sin más no perdió el impulso y atacó, formando una sola hilera
con sus diez barcos, su idea era disparar con todos sus cañones a babor a la
primera media luna conformada por el Santísima Trinidad, y con las escotillas
de estribor castigar a la segunda media luna ubicada enfrente del puerto, y
luego alejarse doblar hacía la derecha al mar interior lejos de la costa. La
orden del capitán de la Santísima Trinidad era elegir un barco y concentrar
todo el fuego posible sobre él pase lo que pase, y luego alistada la segunda
ráfaga, hacer lo mismo con otro barco. Aún así debían resistir los cañonazos de
diez barcos ingleses que los atacarían en fila. Sin embargo cuando el primer
barco Inglés se acercó a la primera media luna, recibió tal descarga de fuego,
que de inmediato se desarboló y se fue a pique, los otros dos barcos que
siguieron rompieron la formación para evitar el choque, y encontraron el fuego
de la segunda media luna que de inmediato destruyó el segundo barco, el tercero
se acercó a tierra y recibió el castigo de las baterías en tierra. El cuarto
barco fue nuevamente recibido por la primera luna que ya había cargado una
nueva ráfaga, y de inmediato pasó a la historia, el quinto volvió a enfrentarse
con el fuego de la segunda medialuna y se fue a pique de inmediato. El sexto
alcanzó a divisar la trampa en que se habían metido y giró de súbito a la
derecha para evitar a la primera medialuna, que decidió formar como pudo una
línea paralela al rumbo de huida de la bastante mermada flota inglesa que con
sus cinco navíos restantes se preocupó más por girar y huir que por disparar
sus cañones, así que volvieron a recibir el castigo del fuego concentrado de
los barcos españoles que formaron la media luna inicial, y que como despedida
lograron hundir al último de los barcos que formaban una línea de escape. En
definitiva, fueron seis barcos ingleses hundidos, mientras que la armada
Española solo sufrió algunos daños no significativos. No todos los días se
tenía un día así, y no todos los días un capitán inglés cometía un error tan
grave, por su arrogancia, su exceso de confianza y en gran medida por el
cansancio. El Capitán del Santísima Trinidad tronaba en júbilo junto con toda
su tripulación, incluidos José Antonio y José Joaquín.
Al fondear la nave
en Barcelona para abastecerse de pertrechos, José Antonio y José Joaquín
bajaron juntos de la nave.
“Menuda batalla en
la que me has metido, formé mi taller para no volver a navegar en un buque de
guerra, que de hecho me trae muy malos recuerdos, y mírame a mis cuarenta y
tres años de edad en la Santísima Trinidad, llevando y trayendo balas de cañón,
y apagando incendios, como cuando era marino.”
“¡Vaya que fuiste
servil tío¡ llegué hasta sonrojarme cuando te vi actuando y recordando aquellas
faenas de grumete ¡Es que hasta dejaste a más de un marino sin trabajo¡”
“Pues yo trataba
ayudar, a mí me daba vergüenza el verte a ti en la mitad de la batalla cual
zángano mirando sin hacer nada.”
“Pero vamos tío que
no sabría ni qué hacer, igual no me perdí ni un suceso de la batalla. Más bien
dejad de refunfuñar malhumorado y tomémonos algunos vinos, pues a tu edad no te
viene a bien haber pasado semejantes sofocos.”
“Pues qué me iba yo
a imaginar, que tratándote de enseñar el arte de la carpintería terminara
mareando en el Santísima Trinidad, y como si fuera poco en medio de una batalla
en el mar. Es que sobrino realmente estar contigo no es para nada seguro. No se
imagina uno en dónde carajos va uno a parar.”
Llegaron a una
barraca, pidieron algo de vino y pan para pasar el mal rato. En esos momentos
dos mujeres entraron a la barraca y se dirigieron a José Joaquín. Una de ellas
le preguntó ¿Puedo servirte en algo viejo marino? O ¿Tal vez al joven grumete?
–Dirigiéndose sensualmente a José Antonio-. José Joaquín les dijo: A ver
muchachas ¡Comportaos¡ Desafortunadamente en estos momentos no podemos atendeos
como merecéis pues venimos de una dura lucha en la mar, pero aquí les invito
una copa por sus menesteres. José Joaquín miró a José Antonio y le dijo: “José
Antonio, por favor, por hoy dejad descansar a tu tío de tantos ajetreos.” José
Antonio río y le dijo: “El hecho de que tu no puedas, no significa que yo no
¿Cómo me pedís que desatienda a estas catalanas tan hermosas? ¿Qué pensarán de
nosotros los caditanos? Además algo me
habéis de deber de la paga del trabajo en el Santísima Trinidad así que te toca
invitarme.” Su Tío se rio, y le dio unas monedas, y le advirtió: “Recuerda que
debes estar en la nave a las cinco de la mañana, no me deis más dolores de
cabeza.” “! Ahí estaré Tío¡ ni un minuto más, ni un minuto menos, ¡os lo
prometo¡ ¡Y ahora id a descansar, que yo
haré lo mismo¡” El tío gruño: “Eres un bellaco.”
A las cinco de la
mañana José Joaquín llegó al muelle, y esperó unos diez minutos a que
apareciera su sobrino para abordar en el batel que lo llevaría a la Santísima
Trinidad, sin embargo no había rastro de él. Los marinos que estaban en el
batel ya comenzaban a fastidiarse. Pero José Antonio llegó en plenos calzones
tratando de ponerse la camisa y corriendo a toda velocidad. Su tío le dijo:
“¿Ni un minuto más? José Antonio casi parten sin nosotros.” José Antonio
contestó: “Por eso es que estoy del todo cierto que no nací para la armada.” José
Joaquín le respondió: “Me va a tocar enrolarte a la fuerza a ver si se te quita
lo bellaco.” José Antonio terminó de vestirse y le dijo: “Refunfuña todo lo que
quieras, pero de hecho así me quieres, gruñón.”
En el viaje de
regreso a Cádiz, todos los barcos que se topaban en la mar, gritaban glorias al
Rey, en señal de agradecimiento al Capitán de la Santísima Trinidad. Todos los
marinos recibían con honor aquellos gritos, luego de haber arriesgado tan
valientemente la vida. José Antonio en cambio siguió con su instructor dando
clases de artillería naval. Pero José Antonio quería pasar de la teoría a la
práctica y en un descuido de su instructor disparó el cañón para sentir la
sensación. Toda la flota se alertó por el inesperado cañonazo. El Capitán preguntó
qué había ocurrido. José Joaquín al escuchar el cañonazo y el alboroto de
inmediato presintió quién había sido el responsable. El Marino explicó al
Capitán que José Antonio había disparado sin su autorización, y el Capitán
lleno de furia, por el suceso que había roto toda la disciplina castrense de la
flota ordenó encerrar en los calabozos a José Antonio, a su tío y al instructor.
Ya en el calabozo,
la conversación era la siguiente:
José Joaquín: José
Antonio por Dios, ¿No podías comportarte como se debía por unos minutos? Vaya
que he pasado de ser un héroe en el Santísima Trinidad a ser un prisionero, sin
haber movido un solo dedo, y todo por tú insensatez.
José Antonio: Tío si
vieras la sensación de haber disparado el cañón, ello no tiene comparación ¡Es
un espectáculo¡
Instructor: Callad
Chaval del demonio, menudo lío que has hecho ¿Quizás cuánto tiempo estaré yo
encerrado en este calabozo? La verdad no os quiero ver más en mi vida.
José Antonio: Pero
os aseguro, que todo esto valió la pena.
Al llegar a Cádiz el
Capitán de la Santísima Trinidad bajó al calabozo, donde estaban los tres
únicos prisioneros de aquella gesta, pues los pocos marines ingleses que
sobrevivieron al encuentro bélico en Barcelona, fueron tomados prisioneros y
dejados en las mazmorras de aquella ciudad. Al ver a los tres desdichados se
dirigió a José Antonio:
Capitán: José
Antonio es tu nombre. Me habéis fallado. Eras mi invitado de honor en esta
nave, y gran aprecio te tengo por reparar esta nave en el tiempo y en la forma
requerida. Me siento realmente traicionado, pues has respondido a semejantes
honores con actos de insubordinación, que no le es permitido tolerar a un
capitán de una flota de la Armada española ¿Cómo os ocurre disparar un cañón
sin autorización del Capitán? ¿Te imaginas de los más de cientos de marinos que
tiene esta tripulación a dos o a tres se les antojase disparar un cañón de su
majestad sin motivo alguno? Ello sería el derrumbe de toda la flota. No puedo
trataros con misericordia.
José Joaquín: ¡Su
excelencia por favor¡
Capitán: ¡Callad¡
que por eso estáis vos aquí también, pues vuestra culpa este joven tan cumplido
y tan útil a la armada esta desprovisto de disciplina. Además habéis
perjudicado la carrera de este marino a quién yo también le tengo gran aprecio.
Ya no me es dado conservarlo a pesar de ser un excelente artillero, pues por
aquel descuido que permitió disparar aquella bala, la disciplina de toda la
nave está en riesgo. Y a pesar de ello, la tripulación os ha salvado, puesto
que me han pedido en buenos términos que os libere sin más penurias, solicitud
que he acogido. Os daré un batel para que los tres salgan de la nave y lleguen
a Cádiz a salvo, con dos condiciones: La primera, que juréis que no dirán nada
a nadie que hicieron parte de la tripulación de la Santísima Trinidad; y la
segunda, que se encarguen de darle un empleo a este marino que no podrá seguir
en la Armada prestando sus servicios.
José Joaquín: Su
excelencia os doy mi palabra que cumpliremos ambas condiciones.
José Antonio, estaba
abrumado por lo ocurrido por una parte se percataba del daño que había
ocasionado, y por el otro sentía un enorme sentimiento de agradecimiento al
Capitán por ese regaño y por haberle perdonado la vida, y por todos los marinos
de la Santísima Trinidad que le habían salvado la vida, al solicitarle al
Capitán que les perdonara comprendió que aquella tripulación le había tomado
estima por lo que había hecho trabajando un mes completo para reparar a tiempo
aquel barco. No pudo decir nada en aquel momento, pero sintió muchas ganas de
llorar, miró al Capitán y le asintió con la cabeza. El Capitán comprendió el
gesto, asintió también y se marchó. Al salir del calabozo tenía lágrimas en el
rostro pero pronto se secaron, y estrechaba tan fuerte la mano de cada marino con
el que se topaba en la cubierta, y hasta el batel que los llevaría a casa. Eran
más o menos las once de la mañana de un verano caluroso. El puerto de Cádiz
recibía a la flota encabezada por la Santísima Trinidad con júbilos, mientras
que, José Antonio, José Joaquín y su nuevo compañero Manolo Méndez, seguían
remando hacia Cádiz resignados a soportar ese sol tan inclemente. José Antonio
y Manolo remaban, mientras que José Joaquín jadeaba quejándose del calor:
José Joaquín: Pero
es que ese dichoso capitán, nos ha perdonado la vida en el barco, pero ha
querido que muriéramos quemados en la mar.
Es que nos ha dejado casi en el estrecho de Gibraltar el condenao. ¡Yo
definitivamente vengo de Sodoma y Gomorra¡
José Antonio: Callad
tío que nosotros somos los que vamos remando.
José Joaquín: Pero
es que es el colmo José Antonio, habernos dejado tan lejos del puerto, ya
suficiente castigo fue estar en ese calabozo a punta de pan y agua, con ese
maldito olor de la sentina que aún lo tengo impregnado en toda la ropa.
Manolo: Vamos Don
José Joaquín, que por lo menos estamos vivos.
José Joaquín: Menudo
castigo que me he ganado por tu culpa José Antonio: Encerrado en un mal oliente
calabozo, y ahora cocinado como un pollo en este batel.
Cuando llegaron a
Cádiz, la ciudad estaba festejando aún la llegada de la flota victoriosa, pero
ya habían pasado todos los protocolos del recibimiento, y la gente estaba tan
alegre, festejando en las calles que no notó la llegada de los tres
apesadumbrados tripulantes de aquel batel. Al llegar a casa, las criadas y los
trabajadores recibieron a los dueños con júbilo, pues se habían preocupado de
manera, al ver que no regresaban con la flota. Los tres acordaron cumplir el
juramento que le hicieron al Capitán, y dijeron que habían regresado en otro
barco mercante que habían tomado en Valencia. Luego de lavarse, descansar y
cenar, los tres se retiraron de la mesa y se dirigieron a sus cuartos. A Manolo
le asignaron un cuarto provisionalmente, hasta que José Joaquín decidiera qué
iba a hacer con él.
Manolo resultó ser
un muy buen trabajador, disciplinado y muy obediente debido su pasado en la
milicia. José Joaquín no dudo en ver sus cualidades y dado que era un poco
mayor que José Antonio, pensó que le podía ayudar a disciplinar un poco a su sobrino.
La verdad es que era una relación interesante, José Antonio le gustaba
preguntarle a Manolo sobre las misiones militares en las que participó y
especialmente las que realizó con el Capitán del Santísima Trinidad, y a este,
le gustaba contar las historias. Fuera de esos momentos mágicos en que uno
contaba la historia de una batalla, y el otro la escuchaba con atención, no
existía realmente otra forma de tutoría que Manolo pudiera ejercer sobre José
Antonio. La obediencia y la sumisión de Manolo que aún se creía soldado le
hacían incapaz de tratar de resistir el impetuoso temperamento de José Antonio,
que era el sobrino de la persona que identificaba con su nuevo superior. En
últimas, Manolo terminó siendo un soldado que secundaba a José Joaquín y a José
Antonio en todas sus misiones.
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