martes, 14 de abril de 2020

CAPITULO II: LOS NEGOCIOS, TODO VIENTO EN POPA.


LOS NEGOCIOS, TODO VIENTO EN POPA.

Cumplidos los dieciocho años, el tío llevó a su sobrino a la carpintería donde aprendió el arte de hacer cosas con la madera. Primero con sillas, luego con mesas y escritorios. Luego pasó a la construcción de casas, artes que le podían servir, a pesar de ser consciente que José Antonio para ello no tenía vocación. Se esmeró en que supiera cuál era el secreto de cada objeto que construía. Al principio José Antonio elaboraba los muebles de muy mala gana esperando que su tío lo librara de semejante labor. Sin embargo, José Joaquín conociéndolo como lo conocía, le dijo que si quería librarse de no trabajar en la carpintería debía pasar unas pruebas, la primera de ellas, era construir una silla, la segunda era hacer un escritorio a la perfección, la tercera hacer un establo en una finca y por último reparar una nave. Las tres primeras labores las hizo en tres semanas, rauda y velozmente pero con gracia y delicadeza para librarse rápido de la tarea. Con el establo demoró unos seis meses, pues perdió un mes por tratar de construirlo lo más rápido que podía, y por ello la primera estructura se le vino abajo, algo que le costó a su tío unos buenos caudales, pues había perdido el material y tuvo que tranquilizar al cliente que se encontraba muy molesto por lo ocurrido. José Antonio le dijo a su tío con frustración y con vergüenza: “¿Vez que no tengo madera para esto?” y su tío le contestó: “Tanto en la construcción como en muchas cosas de la vida, lo importante es saber levantarse luego de una caída. Y siempre se ha dicho que es mucho más fácil destruir algo, que construirlo. Ahora prométeme que vas a terminar esto José Antonio, no me vayas a dejar mal con el cliente.” Luego de recibir aquellas palmadas en la espalda José Antonio, levantó con ayuda claro está de 10 trabajadores el establo, en cinco meses. El cliente quedó muy satisfecho y gracias al trabajo de José Antonio, su tío José Joaquín recibió cinco ofertas más para construir otros establos en otras granjas. Sin embargo, ninguno fue construido en tan poco tiempo. José Joaquín decía con orgullo que su muchacho tenía madera, y que en últimas el dinero perdido en el primer establo había sido una excelente inversión, pues su precio se había multiplicado en cinco.

Con el trabajo de la nave, ocurrió algo singular. Una vez terminado el establo, el tío le dio dos meses de descanso a su sobrino, además porque aunque parezca increíble las reparaciones de naves escaseaban por esos días en Cádiz. La gran flota había partido hacia las indias, y por el momento no se habían presentado ni enfrentamientos con naves inglesas o francesas, y las naves mercantes no parecían requerir las reparaciones que José Joaquín quería que aprendiera José Antonio. En una mañana un buen amigo de José Joaquín llegó a su casa, y le dijo que había una nave en Cádiz que estaba requiriendo varias reparaciones, pero que ellas debían hacerse en reserva, pues la armada no quería que sus enemigos supieran que dicha nave se encontraba averiada. José Joaquín le preguntó, qué clase de nave podía despertar tanto interés de los enemigos de España, y tanto recelo en la Corona. Cuando le mostraron la nave, se trataba de la Santísima Trinidad, la nave insignia de la armada en esos momentos, y que tanto la armada inglesa, como la francesa querían hundirla para destruir la moral de la armada Española. En la última batalla, la Santísima Trinidad había sido averiada y solo el orgullo español pudo salvarla. Casi perdida la batalla, las naves españolas se dieron a la huida, el Santísima Trinidad por decisión de su capitán cubrió la retirada de sus camaradas, disparando todas sus ráfagas de sus cuatro hileras de cañones por estribor en contra de cinco barcos que iniciaban la persecución rauda de tres naves españolas que se habían rezagado. La acción fue desesperada e imprudente, a pesar de que logró averiar seriamente a dos de los barcos perseguidores. La acción seguramente fue impulsada por el hecho de que la armada española se encontraba en crisis, y no había suficientes naves de guerra para hacer frente a los ataques franceses, ingleses y holandeses. La orden a los Capitanes era de evitar la pérdida de naves, no entablar enfrentamientos innecesarios y enfocarse en la protección del comercio con las Indias. Sin embargo, al tratar de girar la nave hacia babor para huir y reagruparse con el resto de la flota, la nave capitana inglesa y dos naves persecutoras dispararon sendas ráfagas que dieron en contra del estribor de la Santísima Trinidad, quién respondió al fuego con todas sus escotillas de babor. En esos momentos las tres naves perseguidas y cinco más retornaron en ayuda a la Santísima Trinidad, y atacaron con ira a la nave capitana de los ingleses logrando desarbolar sus mástiles. Al ver esto los ingleses decidieron organizar una segura retirada, mientras que la Santísima Trinidad seguía en la batalla amenazante, a pesar de encontrarse herida de gravedad. Al llegar a Cádiz con mucho esfuerzo, los marinos sacaban con desespero el agua de las bodegas. Los ataques ingleses habían abierto un boquete en el barco, y gracias a un milagro la batalla se suspendió antes de que la nave insignia de la Armada española se fuera a pique, además en el estado en que se encontraban los tres barcos perseguidos, y los cinco de apoyo que llegaron después, el resultado de aquella batalla hubiese significado un golpe muy duro para la armada Española, pues habría perdido ocho naves, de suma importancia si los ingleses se hubiesen resuelto a disparar unas nuevas ráfagas de cañón aprovechándose de las culebrinas (tipo de cañón), que eran más rápidas en cargar que los cañones de la armada española, lo que les permitían disparar tres ráfagas, en tanto que los barcos españoles disparaban tan solo una.

José Joaquín pensó que José Antonio tenía un destino muy particular, pues de todos los barcos el único que debía reparar era el Santísima Trinidad, la nave insignia de la armada española. “Presto” dijo, “contad conmigo, mi taller está a sus órdenes y mi gente hará las reparaciones necesarias con el sigilo que amerita la ocasión”.  Desde que bajó del barco que lo llevó de vuelta a Cádiz luego de su lesión, José Joaquín no había subido a una nave de guerra, le daba terror recordar aquella batalla que le cambió la vida. Sin embargo, como soldado no podía dejar de subirse a la Santísima Trinidad para verla por dentro, así que subió a la nave en compañía de sus trabajadores y su sobrino, que fueron escoltados por unos cincuenta hombres, luego de entrar a cubierta del barco, se dieron cuenta que más de cien hombres también los miraban con ojos de esperanza. José Antonio y José Joaquín inspeccionaron los daños e hicieron un plan de trabajo que duraría dos meses. El Capitán de la nave fue informado y les dijo que por el bien del Rey y de todo el imperio, la Santísima Trinidad no podía durar más de un mes fondeado en Cádiz, pues los enemigos del reino, verían en aquella situación un buen momento para intensificar sus ataques. José Antonio y José Joaquín comprendieron la premura del Capitán y de lo delicada de su labor, pero José Joaquín no podía garantizar que las reparaciones pudieran realizarse a conformidad en un mes, José Antonio más joven y más arriesgado, se llevó a su tío a un costado y le dijo, quiero reparar este barco, y puedo hacerlo en un mes, necesito todos los materiales y cincuenta de los mejores hombres del taller.

“Pero José Antonio, si sólo tenemos a treinta hombres en el taller que están ya trabajando en cinco establos, y por más que cuentes con los treinta, no es posible terminar esta labor en un mes, y ello hará que nos fusilen. Si el Rey se siente amenazado por las armadas de otras naciones, y si su nave insignia no sale a la batalla, buscará culpables, y los Generales y el Capitán de esta Armada nos señalarán a nosotros, y en ese caso el Rey no le faltarán razones para mandarnos a Fusilar.”

“Tío, tranquilo yo quiero reparar este barco y lo haré, consígueme los materiales y los hombres que te pido, y te prometo que en vez de un pelotón de fusilamiento recibirás buenos ducados y más ofertas para reparar barcos.”

“A la mierda los ducados y las ofertas, esto no es un juego José Antonio, pondrás en riesgo no solo tu vida, sino de los trabajadores que se unan a esta locura.”

“Anda Tío, hazme caso consígueme lo que te digo, y yo cumpliré. Sé que me has querido enseñar con esto del taller de carpintería, y lo has logrado, aunque te aseguro que una vez culmine con esta nave, no volveré al taller.”

“Menudo lío en que te he metido por tratar de enseñarte. ¿Es que no vez que es una misión imposible? ¿Qué pasa si luego de reparar la nave se hunde por algún imperfecto? No encontraremos tierra donde refugiarnos de semejante ofensa al imperio Español.”

“Tío, hazme caso, trabajaré bien, día y noche y entregaré este barco en un mes, te lo aseguro.”

“José Antonio, hijo mío por favor recapacita, que a mí no me importa mi vida, pero si la tuya, y la de los demás cristianos que vais a poner a trabajar. Además si es que en las bodegas donde hay que reparar la nave, no caben cincuenta trabajadores.”

“Si caben tío… veinticinco, pero unos en el día y otros en la noche.”

“José Antonio hijo ¡Recapacita¡ ¿Qué le diré a tu madre si algo te llegara a pasar?”

“Que morí haciendo lo que quiero, como tú me lo enseñaste, y dejad de joder Tío, que todo va a salir muy bien.”

“Ya bien me había dicho tu padre: Cría cuervos y te sacaran los ojos. Ahora utilizáis mis propias palabras en mi contra José Antonio por Dios¡ Que no seas así”

Los trabajos se iniciaron el 14 de mayo, los materiales no llegaron todos en la misma fecha, pero si llegaron a tiempo para no suspender ni por un minuto los trabajos. José Joaquín hizo mil piruetas para que ello fuera así. Mientras tanto, José Antonio dormía cada tres horas, media hora, para que el cansancio no lo atormentara, y para estar lo más pronto posible presente en todas las tareas. Veinticinco trabajadores comenzaban a las seis de la mañana y terminaban a las seis de la tarde, descansando dos horas en toda la jornada, pero los descansos eran turnados, de tal manera que el trabajo nunca se detenía. Luego llegaban veinticinco trabajadores más en la noche y hacían lo mismo. Lo más complicado fue quitar algunas piezas sensibles del casco, pues las nuevas piezas no cuadraban con las antiguas, así que tocó fabricar piezas que no se habían planificado, por esa razón, José Antonio pidió a su tío que diez trabajadores más se encargaran de hacer dos piezas nuevas en el taller. José Antonio a pesar de la falta de sueño, seguía tranquilo y seguro, mientras que José Joaquín sudaba a toda hora como un condenado, y vivía nervioso.

El Capitán de la Santísima Trinidad inspeccionaba todos los días las obras, y veía con preocupación que aquel muchacho que dormía media hora cada tres horas, no pudiera cumplir el plazo, y recibiera una terrible orden de su Majestad de castigar al culpable. Veía en José Antonio y en José Joaquín un esmero y responsabilidad tal, que realmente era admirable. Terminó reconociendo que si la armada tuviese marinos como aquellos dos, de seguro España no estaría perdiendo la guerra. La mayor parte de los marinos de la Santísima Trinidad habían apostado a que José Antonio no terminaría el trabajo, y muchos hacían bromas con pelotones de fusilamiento.

Faltando dos días para el mes, aún quedaba por cuadrar las dos piezas que diez hombres habían construido en el taller. Traerlas hasta la nave iba a requerir tiempo y esfuerzos que ya le escaseaban a sus hombres. Así pues, cuando el Capitán de la Santísima Trinidad inspeccionó en ese día las obras, José Antonio se dirigió a él de manera respetuosa.

“Mi estimado Capitán, requiero de vuestra merced si no es mucha molestia.”

“Decidme gentil hombre ¿Qué se os antoja? Pues veo con preocupación un atraso importante en las obras, y más que un favor, creo que te concederé un último deseo. Pero claro os lo digo en broma, pues quiero haced buena venía a vuestro trabajo y sacrificio.”

“Pues en definitiva, sois más gentil que yo si me concedéis este último deseo. Por lo que veo tus hombres después de 28 días de estar fondeado en este puerto, han descuidado el ejercicio, mientras que los míos se encuentran casi desechos por los extenuantes trabajos. Requiero de dos piezas que ya se encuentran acabadas en el taller de mi Tío, y para poder cumpliros en el tiempo acordado, requiero que tus hombres las traigan presto, mientras que mis hombres y yo terminamos algunas obras urgentes que necesitamos.”

“¿Y como cuantos hombres requieres para llevar a cabo esta labor?”

“Pues de todos los que podéis suministrarme, pues requiero con urgencia las piezas solicitadas en menos de media hora que acabo con las tareas que estamos haciendo, y no quisiese parar los trabajos por una demora en el transporte.”

“Cuenta con cincuenta hombres, enseguida los enviaré al taller de tu Tío para recoger las piezas.”

“Su excelencia debe ser un duque, y por favor, advertirles que tienen tan solo media hora para cumplir su labor, pues mi vida depende de ello.”

A la media hora llegaron, los cincuenta hombres con dos vigas de madera de casi diez metros de largo y con un diámetro de metro y medio, que debían reemplazar del casco de la nave. Muchos con la lengua afuera y totalmente extenuados. Si bien, tales vigas de madera pesaban unos 300 kilos cada una, lo más engorroso de tal labor era pasar esas vigas por todas las calles de Cádiz. Sobre todo para poder doblar las esquinas, en tales maniobras muchos soldados caían al suelo en los espantosos lodazales de aquellas calles. Por cuanto, llegaron a la Santísima Trinidad el piquete de 50 soldados, parecían pordioseros en muy malas condiciones. José Antonio recibió con dignidad a los soldados, aunque se moría por reírse a carcajadas al verlos en aquel estado.

Noche y día trabajaron y entregaron las obras antes de que dieran las 4 de la tarde del último día del plazo. El Capitán de la Santísima Trinidad entregó a José Joaquín su paga, y en un acto solemne reconoció el trabajo que él y sus hombres habían realizado a favor de su majestad, y que nuevamente los enemigos de España debían temer por la fortaleza de su Nación, representada en las manos que repararon a la Santísima Trinidad. Y como una pregunta protocolaria el Capitán preguntó si había algo más que él podría hacer por ellos, a los que José Antonio respondió que sí. Su tío cerró los ojos, y pensó “Y ahora ¿Qué se le habrá ocurrido a este chaval del demonio?”

“Su excelencia, me es grato escuchad su agradecimiento y reconocimiento a nuestro trabajo. Pero aún no se encuentra terminado. Como os habéis dado cuenta, somos muy cautelosos y cuidadosos en lo que hacemos. Por lo tanto, permitid os lo ruego que mi tío y yo supervisemos en su primer viaje de regreso el buen funcionamiento de las reparaciones del Santísima Trinidad. No creo que tan buenos carpinteros como nosotros seamos rechazados en vuestra tripulación.”

José Joaquín cavilaba en sus adentros: “Niño del demonio, ya nos estáis metiendo en otro lío.”

Luego de pensarlo unos segundos, el Capitán sonrió y sorpresivamente aceptó. “Seréis mis invitados pero solo por un viaje. Pero eso sí, prometedme que obedeceréis todas las ordenes que aquí se os deis, la Marina no es un taller de carpintería.”

El Santísima Trinidad zarpó al día siguiente a una misión de patrullar por las costas de Barcelona. José Antonio y José Joaquín, partieron con la tripulación del Santísima Trinidad a su misión. Al salir del puerto, otros seis barcos se unieron a la misión que partía rumbo a Barcelona para inspeccionar si eran ciertos algunos rumores sobre la presencia de una escuadrilla de barcos ingleses merodeando zona. El Santísima Trinidad mareaba con velocidad, los trabajos habían mejorado su navegar. Durante la primera hora de viaje, la Santísima Trinidad le había sacado a sus naves acompañantes a lo menos 600 metros de distancia. Sin embargo, el Capitán dio la orden de mermar el paso, pues no convenía separarse de la formación, si habían rumores de naves enemigas circundando la zona. En la segunda hora, el Capitán ordenó que la tripulación hiciera ejercicio con los cañones, y ordenó a toda su escuadra tomar posiciones de combate. José Antonio observaba maravillado todo lo que ocurría desde el timón. Su tío recordaba viejas épocas, aunque nunca había contemplado las maniobras de una nave desde aquella posición. El Capitán le preguntó a su joven invitado, si quería saber ¿Cómo se disparaba un cañón? José Antonio dijo que sí con enorme alegría. Así pues le ordenó a uno de los marineros que le enseñase al joven la tarea. El marinero se tomó la labor en serio, y en tres horas le explicó hasta el cansancio a José Antonio, como se carga, y se dispara un cañón de barco, haciéndole repetir primero mentalmente los pasos, y luego haciéndolo realizar los pasos con un cañón desde la escotilla. Al regreso con su tío, el joven grumete dijo: “es más sencillo ser soldado que carpintero tío, pero prefiero mantener mis pelotas donde están” El tío comprendió la ironía de su sobrino, pero no le prestó atención, y se alegró de que su sobrino no quisiera enrolarse a la marina.

En la noche, mientras comían en el comedor junto con el Capitán, un marino tocó con angustia la puerta, diciendo: “Capitán, debería dar un vistazo.” Todos salimos a la cubierta, y el capitán sacó su catalejo y miró hacia un lugar donde el marino le señaló. Cuando observó, enseguida gritó: “Despierten a todos, pero no hagan ruido, avisen a las otras naves, debemos salir rápido de aquí.” Todo el mundo se movió raudo. A través de luces alertaron a las demás naves, giramos hacia la costa a toda vela. De pronto se divisaron unos relámpagos en la dirección que había divisado el Capitán con su catalejo. Eran cañones que nos disparaban pero por fortuna las balas cayeron a cien metros de nosotros mientras nos seguíamos alejando. El capitán era un viejo zorro de mar, y sus hombres le obedecían cumplidamente. Ahora las vidas de todos los tripulantes de las naves dependían de sus decisiones. En el puente, el Capitán hablaba con sus dos invitados como si quisiera enseñarles sus tácticas de guerra. Le explicaba que no era conveniente entablar combate en ese momento, una densa niebla impedía ver cuán numeroso era el enemigo, pero sin duda ellos sí podían verlos, y si se atrevieron a atacar como lo hicieron, seguramente no estaban en desventaja numérica. También dijo que las naves inglesas a pesar de ser más pequeñas que los galeones españoles eran más rápidas y maniobrables, y que a pesar tener menos cañones, podían disparar más ráfagas que los españoles, ello de seguro había sido una de las causas por las cuales la armada invencible no había podido invadir a Inglaterra. En contraste, los galeones españoles tenían la resistencia y la fuerza necesaria para resistir y embestir las naves inglesas, para luego abordarlas y destruirlas por su mayor tripulación y fuerza de combate. En cuanto al combate con cañones, lo mejor que se podía hacer era mantener la formación de combate, concentrar el fuego en un objetivo a la vez, y evitar ser aislados por las naves inglesas que evitan a toda costa el abordaje y aprovechan su poder en los cañones. También explicó que entablar un combate a distancia y sin formación, era una batalla pérdida, por esa razón prefirió hacer una retirada estratégica. En esos momentos los barcos ingleses se estaban acomodando y comenzarían a perseguirlos. La idea era llegar a Barcelona primero donde los fuertes en Tierra les podrían dar apoyo en la contienda. Para el Capitán lo más importante en esos momentos, era saber el número de sus enemigos, pero esa espesa niebla le impedía ver más allá de las tres primeras naves que luchaban por darle alcance antes de llegar a Barcelona. Su gran preocupación era una de las siete naves que componían la flota, al parecer tenía problemas y no mareaba tan rápido como las otras. De por sí, las naves inglesas son más rápidas, y como alguna se quedara rezagada todas las naves inglesas la atacarían como pirañas y celebrarían el botín. La flota española llevaba una ventaja de un kilómetro a la flota inglesa, sin embargo esa distancia se podría disminuir en cinco horas o a tres si llevaban la velocidad que mareaba la nave rezagada. Y faltaban por lo menos unas diez horas para divisar el puerto Catalán. Con los arreglos de seguro la Santísima Trinidad podía escabullirse sin ningún problema de la flota inglesa, pero el Capitán no podía perder al resto de su flota. Así entonces realizó una maniobra distractora muy riesgosa por cierto, le ordenó a las dos naves más lentas que siguieran el curso en línea recta hacia Barcelona, y el resto tomaría el curso hacia tierras Valencianas. Si los ingleses seguían a los barcos que llevaban rumbo a Barcelona sabían que los alcanzarían en tres horas y tendrían de seguro un botín de guerra de dos naves. Pero también sabían que al virar los galeones españoles lo hacían muy lento, por tanto, podrían darle alcance en tres horas a las cinco naves que se dirigían a Valencia, solo que dentro de este grupo, tenían a la Santísima Trinidad, solo escoltada por cuatro navíos, por lo tanto era un botín mayor. El Capitán contaba con que los ingleses no fueran a dividir sus fuerzas y tomaran una mala decisión. En esos momentos, cursaba la una de la madrugada, luego de dos horas más de persecución, el Capitán divisó lo que era una flota de diez naves inglesas que nos seguían. Gracias al cielo, una ráfaga de viento favoreció a las naves españolas, quien con el esfuerzo de todos sus marinos lograron mantener a la misma  distancia por una hora más a las naves inglesas. Todos se movían lo más que podían, sabían que el enemigo era dos veces más numeroso y que en condiciones normales eran más veloces, pero el instinto de supervivencia hizo que aquellos marineros no tuvieran otra opción que hacer volar a sus naves para no ser alcanzados por el enemigo. El capitán no iba a exponer a Valencia a un ataque de naves inglesas, cuando sabía que en esos momentos las tropas terrestres se encontraban en Barcelona prestas a dar apoyo. Permitir un ataque sorpresa en Valencia hubiese sido un desastre también, así que dio orden de virar rumbo a Barcelona de nuevo aprovechando la hora que se mantuvo la distancia, y confiando de nuevo en la buena suerte. A pesar de haber navegado por más de seis horas con el enemigo presto a alcanzar a la flota, los marineros seguían fielmente las órdenes de su capitán. Luego de una hora más de viaje, las distancias se habían reducido a trescientos metros, y ya se oían cañonazos a nuestras espaldas. Faltaba una hora más, pero ya las balas de cañón se acercaban a las dos naves más lentas. El Capitán dio la orden de tirar por la borda todas las provisiones, era absolutamente necesario llegar a Barcelona primero.  Y así lo hicieron. También ordenó llenar cuatro barriles con pólvora y mecha junto con las provisiones. Aquella trampa mortal les daría a lo sumo veinte minutos de ventaja. Al poco rato de soltar las provisiones escuchamos las explosiones de los barriles, que efectivamente confundieron al enemigo y permitieron a la flotilla española ganar distancia. A las cinco de la mañana ya se observaba el puerto Catalán, y se divisaron los dos barcos que hacían parte de nuestra flotilla, así como cinco barcos más listos para entrar en combate. Aparentemente la Santísima Trinidad había llegado a puerto seguro y ahora era decisión de los ingleses atacar. Sin embargo, el Capitán dio orden a sus cinco navíos de tomar posiciones de combate, girando los barcos hacia el mar, formando una línea curva  de media luna mirando de forma diagonal a la costa, y en espera a que los barcos ingleses se atrevieran a dar batalla. Aún fuera del alcance del fuego de tierra, los cinco barcos haciéndole frente a los diez barcos ingleses le permitían aún una ventaja a la escuadra inglesa, cuyo capitán debía estar bien dudoso en esos momentos, luego de perseguir durante diez horas y toda la noche a los españoles. Los otros cinco barcos españoles apostados cerca del fuerte de Barcelona, se hicieron en formación de combate en media luna cortando el camino a la hilera de buques inglesa hacia el puerto. El cansancio y la ansiedad debieron nublar la lucidez al inglés que sin más no perdió el impulso y atacó, formando una sola hilera con sus diez barcos, su idea era disparar con todos sus cañones a babor a la primera media luna conformada por el Santísima Trinidad, y con las escotillas de estribor castigar a la segunda media luna ubicada enfrente del puerto, y luego alejarse doblar hacía la derecha al mar interior lejos de la costa. La orden del capitán de la Santísima Trinidad era elegir un barco y concentrar todo el fuego posible sobre él pase lo que pase, y luego alistada la segunda ráfaga, hacer lo mismo con otro barco. Aún así debían resistir los cañonazos de diez barcos ingleses que los atacarían en fila. Sin embargo cuando el primer barco Inglés se acercó a la primera media luna, recibió tal descarga de fuego, que de inmediato se desarboló y se fue a pique, los otros dos barcos que siguieron rompieron la formación para evitar el choque, y encontraron el fuego de la segunda media luna que de inmediato destruyó el segundo barco, el tercero se acercó a tierra y recibió el castigo de las baterías en tierra. El cuarto barco fue nuevamente recibido por la primera luna que ya había cargado una nueva ráfaga, y de inmediato pasó a la historia, el quinto volvió a enfrentarse con el fuego de la segunda medialuna y se fue a pique de inmediato. El sexto alcanzó a divisar la trampa en que se habían metido y giró de súbito a la derecha para evitar a la primera medialuna, que decidió formar como pudo una línea paralela al rumbo de huida de la bastante mermada flota inglesa que con sus cinco navíos restantes se preocupó más por girar y huir que por disparar sus cañones, así que volvieron a recibir el castigo del fuego concentrado de los barcos españoles que formaron la media luna inicial, y que como despedida lograron hundir al último de los barcos que formaban una línea de escape. En definitiva, fueron seis barcos ingleses hundidos, mientras que la armada Española solo sufrió algunos daños no significativos. No todos los días se tenía un día así, y no todos los días un capitán inglés cometía un error tan grave, por su arrogancia, su exceso de confianza y en gran medida por el cansancio. El Capitán del Santísima Trinidad tronaba en júbilo junto con toda su tripulación, incluidos José Antonio y José Joaquín.

Al fondear la nave en Barcelona para abastecerse de pertrechos, José Antonio y José Joaquín bajaron juntos de la nave.


“Menuda batalla en la que me has metido, formé mi taller para no volver a navegar en un buque de guerra, que de hecho me trae muy malos recuerdos, y mírame a mis cuarenta y tres años de edad en la Santísima Trinidad, llevando y trayendo balas de cañón, y apagando incendios, como cuando era marino.”

“¡Vaya que fuiste servil tío¡ llegué hasta sonrojarme cuando te vi actuando y recordando aquellas faenas de grumete ¡Es que hasta dejaste a más de un marino sin trabajo¡”
“Pues yo trataba ayudar, a mí me daba vergüenza el verte a ti en la mitad de la batalla cual zángano mirando sin hacer nada.”

“Pero vamos tío que no sabría ni qué hacer, igual no me perdí ni un suceso de la batalla. Más bien dejad de refunfuñar malhumorado y tomémonos algunos vinos, pues a tu edad no te viene a bien haber pasado semejantes sofocos.”

“Pues qué me iba yo a imaginar, que tratándote de enseñar el arte de la carpintería terminara mareando en el Santísima Trinidad, y como si fuera poco en medio de una batalla en el mar. Es que sobrino realmente estar contigo no es para nada seguro. No se imagina uno en dónde carajos va uno a parar.” 

Llegaron a una barraca, pidieron algo de vino y pan para pasar el mal rato. En esos momentos dos mujeres entraron a la barraca y se dirigieron a José Joaquín. Una de ellas le preguntó ¿Puedo servirte en algo viejo marino? O ¿Tal vez al joven grumete? –Dirigiéndose sensualmente a José Antonio-. José Joaquín les dijo: A ver muchachas ¡Comportaos¡ Desafortunadamente en estos momentos no podemos atendeos como merecéis pues venimos de una dura lucha en la mar, pero aquí les invito una copa por sus menesteres. José Joaquín miró a José Antonio y le dijo: “José Antonio, por favor, por hoy dejad descansar a tu tío de tantos ajetreos.” José Antonio río y le dijo: “El hecho de que tu no puedas, no significa que yo no ¿Cómo me pedís que desatienda a estas catalanas tan hermosas? ¿Qué pensarán de nosotros los caditanos?  Además algo me habéis de deber de la paga del trabajo en el Santísima Trinidad así que te toca invitarme.” Su Tío se rio, y le dio unas monedas, y le advirtió: “Recuerda que debes estar en la nave a las cinco de la mañana, no me deis más dolores de cabeza.” “! Ahí estaré Tío¡ ni un minuto más, ni un minuto menos, ¡os lo prometo¡  ¡Y ahora id a descansar, que yo haré lo mismo¡” El tío gruño: “Eres un bellaco.”

A las cinco de la mañana José Joaquín llegó al muelle, y esperó unos diez minutos a que apareciera su sobrino para abordar en el batel que lo llevaría a la Santísima Trinidad, sin embargo no había rastro de él. Los marinos que estaban en el batel ya comenzaban a fastidiarse. Pero José Antonio llegó en plenos calzones tratando de ponerse la camisa y corriendo a toda velocidad. Su tío le dijo: “¿Ni un minuto más? José Antonio casi parten sin nosotros.” José Antonio contestó: “Por eso es que estoy del todo cierto que no nací para la armada.” José Joaquín le respondió: “Me va a tocar enrolarte a la fuerza a ver si se te quita lo bellaco.” José Antonio terminó de vestirse y le dijo: “Refunfuña todo lo que quieras, pero de hecho así me quieres, gruñón.”

En el viaje de regreso a Cádiz, todos los barcos que se topaban en la mar, gritaban glorias al Rey, en señal de agradecimiento al Capitán de la Santísima Trinidad. Todos los marinos recibían con honor aquellos gritos, luego de haber arriesgado tan valientemente la vida. José Antonio en cambio siguió con su instructor dando clases de artillería naval. Pero José Antonio quería pasar de la teoría a la práctica y en un descuido de su instructor disparó el cañón para sentir la sensación. Toda la flota se alertó por el inesperado cañonazo. El Capitán preguntó qué había ocurrido. José Joaquín al escuchar el cañonazo y el alboroto de inmediato presintió quién había sido el responsable. El Marino explicó al Capitán que José Antonio había disparado sin su autorización, y el Capitán lleno de furia, por el suceso que había roto toda la disciplina castrense de la flota ordenó encerrar en los calabozos a José Antonio, a su tío y al instructor.

Ya en el calabozo, la conversación era la siguiente:

José Joaquín: José Antonio por Dios, ¿No podías comportarte como se debía por unos minutos? Vaya que he pasado de ser un héroe en el Santísima Trinidad a ser un prisionero, sin haber movido un solo dedo, y todo por tú insensatez.

José Antonio: Tío si vieras la sensación de haber disparado el cañón, ello no tiene comparación ¡Es un espectáculo¡

Instructor: Callad Chaval del demonio, menudo lío que has hecho ¿Quizás cuánto tiempo estaré yo encerrado en este calabozo? La verdad no os quiero ver más en mi vida.
José Antonio: Pero os aseguro, que todo esto valió la pena.

Al llegar a Cádiz el Capitán de la Santísima Trinidad bajó al calabozo, donde estaban los tres únicos prisioneros de aquella gesta, pues los pocos marines ingleses que sobrevivieron al encuentro bélico en Barcelona, fueron tomados prisioneros y dejados en las mazmorras de aquella ciudad. Al ver a los tres desdichados se dirigió a José Antonio:

Capitán: José Antonio es tu nombre. Me habéis fallado. Eras mi invitado de honor en esta nave, y gran aprecio te tengo por reparar esta nave en el tiempo y en la forma requerida. Me siento realmente traicionado, pues has respondido a semejantes honores con actos de insubordinación, que no le es permitido tolerar a un capitán de una flota de la Armada española ¿Cómo os ocurre disparar un cañón sin autorización del Capitán? ¿Te imaginas de los más de cientos de marinos que tiene esta tripulación a dos o a tres se les antojase disparar un cañón de su majestad sin motivo alguno? Ello sería el derrumbe de toda la flota. No puedo trataros con misericordia.

José Joaquín: ¡Su excelencia por favor¡

Capitán: ¡Callad¡ que por eso estáis vos aquí también, pues vuestra culpa este joven tan cumplido y tan útil a la armada esta desprovisto de disciplina. Además habéis perjudicado la carrera de este marino a quién yo también le tengo gran aprecio. Ya no me es dado conservarlo a pesar de ser un excelente artillero, pues por aquel descuido que permitió disparar aquella bala, la disciplina de toda la nave está en riesgo. Y a pesar de ello, la tripulación os ha salvado, puesto que me han pedido en buenos términos que os libere sin más penurias, solicitud que he acogido. Os daré un batel para que los tres salgan de la nave y lleguen a Cádiz a salvo, con dos condiciones: La primera, que juréis que no dirán nada a nadie que hicieron parte de la tripulación de la Santísima Trinidad; y la segunda, que se encarguen de darle un empleo a este marino que no podrá seguir en la Armada prestando sus servicios.

José Joaquín: Su excelencia os doy mi palabra que cumpliremos ambas condiciones.

José Antonio, estaba abrumado por lo ocurrido por una parte se percataba del daño que había ocasionado, y por el otro sentía un enorme sentimiento de agradecimiento al Capitán por ese regaño y por haberle perdonado la vida, y por todos los marinos de la Santísima Trinidad que le habían salvado la vida, al solicitarle al Capitán que les perdonara comprendió que aquella tripulación le había tomado estima por lo que había hecho trabajando un mes completo para reparar a tiempo aquel barco. No pudo decir nada en aquel momento, pero sintió muchas ganas de llorar, miró al Capitán y le asintió con la cabeza. El Capitán comprendió el gesto, asintió también y se marchó. Al salir del calabozo tenía lágrimas en el rostro pero pronto se secaron, y estrechaba tan fuerte la mano de cada marino con el que se topaba en la cubierta, y hasta el batel que los llevaría a casa. Eran más o menos las once de la mañana de un verano caluroso. El puerto de Cádiz recibía a la flota encabezada por la Santísima Trinidad con júbilos, mientras que, José Antonio, José Joaquín y su nuevo compañero Manolo Méndez, seguían remando hacia Cádiz resignados a soportar ese sol tan inclemente. José Antonio y Manolo remaban, mientras que José Joaquín jadeaba quejándose del calor:

José Joaquín: Pero es que ese dichoso capitán, nos ha perdonado la vida en el barco, pero ha querido que muriéramos quemados en la mar.  Es que nos ha dejado casi en el estrecho de Gibraltar el condenao. ¡Yo definitivamente vengo de Sodoma y Gomorra¡

José Antonio: Callad tío que nosotros somos los que vamos remando.

José Joaquín: Pero es que es el colmo José Antonio, habernos dejado tan lejos del puerto, ya suficiente castigo fue estar en ese calabozo a punta de pan y agua, con ese maldito olor de la sentina que aún lo tengo impregnado en toda la ropa.

Manolo: Vamos Don José Joaquín, que por lo menos estamos vivos.

José Joaquín: Menudo castigo que me he ganado por tu culpa José Antonio: Encerrado en un mal oliente calabozo, y ahora cocinado como un pollo en este batel.

Cuando llegaron a Cádiz, la ciudad estaba festejando aún la llegada de la flota victoriosa, pero ya habían pasado todos los protocolos del recibimiento, y la gente estaba tan alegre, festejando en las calles que no notó la llegada de los tres apesadumbrados tripulantes de aquel batel.  Al llegar a casa, las criadas y los trabajadores recibieron a los dueños con júbilo, pues se habían preocupado de manera, al ver que no regresaban con la flota. Los tres acordaron cumplir el juramento que le hicieron al Capitán, y dijeron que habían regresado en otro barco mercante que habían tomado en Valencia. Luego de lavarse, descansar y cenar, los tres se retiraron de la mesa y se dirigieron a sus cuartos. A Manolo le asignaron un cuarto provisionalmente, hasta que José Joaquín decidiera qué iba a hacer con él.

Manolo resultó ser un muy buen trabajador, disciplinado y muy obediente debido su pasado en la milicia. José Joaquín no dudo en ver sus cualidades y dado que era un poco mayor que José Antonio, pensó que le podía ayudar a disciplinar un poco a su sobrino. La verdad es que era una relación interesante, José Antonio le gustaba preguntarle a Manolo sobre las misiones militares en las que participó y especialmente las que realizó con el Capitán del Santísima Trinidad, y a este, le gustaba contar las historias. Fuera de esos momentos mágicos en que uno contaba la historia de una batalla, y el otro la escuchaba con atención, no existía realmente otra forma de tutoría que Manolo pudiera ejercer sobre José Antonio. La obediencia y la sumisión de Manolo que aún se creía soldado le hacían incapaz de tratar de resistir el impetuoso temperamento de José Antonio, que era el sobrino de la persona que identificaba con su nuevo superior. En últimas, Manolo terminó siendo un soldado que secundaba a José Joaquín y a José Antonio en todas sus misiones.

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